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Pero ¿Qué es lo
que había pasado, exactamente, entre Mónica y Alejandro? Yo solo había
escuchado rumores. Pero fue Mónica quién me dijo la verdad.
Una mañana me
desperté sudando frio, asustado y temblando. Debieron de haber sido las cinco o
seis de la mañana y sentí que había tenido el sueño más real.
Estaba caminando
de la mano con Mónica ¿En Barranco? ¿Acaso Miraflores? ¿Por La Molina? Las
calles se confundían unas con otras y de momentos todo estaba salpicado por
espasmos, risas ligeras que se confundían con rumores que no lograba
identificar. Me preguntaba si todo estaba rondando en el ambiente o todo
sucedía dentro de mi cabeza. Estaba realmente confundido.
Mónica, a mi
costado, caminaba cabizbaja, en silencio mientras yo miraba a un lado y otro,
buscando el origen de las vibraciones que sucumbían mi cabeza. Nunca la había
notado tan triste.
Entonces me mira
fijo y está llorando ¿Por qué? No entendía nada y me abraza con fuerza, el
barullo general sigue incomodándome como un vértigo continuo que debo soportar.
Quiero decirle algo a Mónica, que todo va a estar bien, que yo la voy a cuidar
porque la noto muy débil. Quiero abrazarla y acogerla en mi pecho hasta que se
calme. Pero no puedo, no puedo articular nada. Existe un divorcio entre mi
cuerpo y mi mente, una autonomía indiferente y solo soy un espectador en
primera persona de aquel cuerpo que, empiezo a entender, no me pertenece.
-Lo extraño- Ha
dicho Mónica.
-Olvídate de él,
ya debe de estar con otra- Digo riendo y me desespero, porque, en definitiva,
yo no diría eso, ni en el peor de lo casos.
¿Qué clase de
desgraciado sería capaz de decir esto que acabo de pronunciar contra mi voluntad?
Y ahora me acerco a Mónica y ella me mira. Estamos muy de cerca y percibo la
mirada crítica que se mezcla con el tono tosco del entorno, sobre exigido.
Y la estoy
besando, y ella me besa con fuerza, entre sus lágrimas que no dejan de caer, su
legua se sumerge en mi boca que la recibe y también la acaricio con mi propia
lengua. La tomo de la cintura para seguir besándola con más fuerza y la llevo a
la pared y ella se deja llevar. Sí, Mónica, pienso, yo voy a estar a tu lado y
velar por tu seguridad. Porque eres mi enamorada y yo me voy a encargar de ti.
No llores, por favor.
Un gato negro
pasa y nos separamos. No vuelve a mirarme y veo una ventana en la que puedo
lograr reconocerme. Me toma un par de segundos salir de la perplejidad de la
escena que veo. Soy Alejandro, sonriendo, sonriendo sin parar. Y entiendo que
esa sonrisa que veo en el reflejo es la misma sonrisa que esbozaría Alejandro
al saber que había cobrado su vil venganza.
Me desperté
sudando frio y no volví a conciliar el sueño. Era tan temprano que sabía que no
podría llamar a Mónica porque lo único que debía de hacer en ese caso era sacarme
la duda de una vez por todas. Porque todo parece lógico, Alejandro solo sería
capaz de una sola cosa cuando vio a María Fernanda besándome en la banqueta de
Barranco. Cobrar venganza.
Y sería fácil de
adivinar su blanco, la estocada letal. Mónica era mi único punto débil, y no
asumo la debilidad en parte mía, sino que, estoy seguro, Alejandro entendería
la debilidad como Mónica y su facilidad para caer rendida en lo labio de
cualquier otro.
No me extrañaba
que Alejandro en algún momento haría eso, hasta lo sentía lo más natural por
todo lo que fue haciendo a lo largo de nuestra amistad. Las cosas que le contó
a Eliana cuando rompimos y las mentiras que inventó a Rosa para que nuestra
relación acabara.
Lo conocí en el
colegio, era el más majadero del salón, nunca estaba tranquilo y nos hicimos
buenos amigos por esa facilidad que tengo de atraer a las malas amistades.
Aunque nuestra amistad iba a ser inevitable, la tutora apresuró el vínculo
sentándolo a mi costado y en la última fila. Desde entonces, éramos los
francotiradores desde esa posición, planeábamos cada desmadre que de tan solo pensar
en las consecuencias nos doblábamos de la risa. Ya era la primera semana a mi
costado y ya teníamos los nuevos apodos a cada profesor. Siempre éramos así,
llegábamos bien peinaditos al colegio en primero de secundaria y a los tres
minutos de habernos marcado la asistencia en la agenda (si es que no llegábamos
tarde) la camisa afuera, el cabello revuelto, colorados de la risa y con las
pupilas dilatas, extasiados de haber hecho dibujos terribles en las carpetas,
en los baños de mujeres o varones, no teníamos límites.
Destrozamos
mochilas de compañeros, hicimos resbalar a un profesor, robamos dulces de Doña
Emilia la encargada del quiosco, le pegamos chicle al cabello de una amiga,
jugábamos a quién escupía más lejos y con mayor acierto. Él era el campeón, era
capaz de mandar un gargajo en el ojo a tres metros, lo digo porque lo demostró
cuando el sobón de Orlando quería acusarnos por haberle metido su mochila en el
inodoro y tirar de la cadena. Alejandro lo miró y blanco exacto.
Ya en cuarto de
secundaria nos escapábamos a fumar a Miraflores, a escondidas porque nuestras
caras aparentaban menor edad a la que en realidad teníamos. A veces él llamaba
a algunas amigas que nos acompañaban y entre bromas y bromas armábamos
parejitas de fin de semana. Así éramos, muy unidos, se encargó de presentarme a
todas sus amigas para elegir con quien saldría y con quién no. Y, en el salón,
donde a pesar de que no nos sentaron juntos, ni atrás. Sacamos a Orlando a
patadas y lo mandamos a primera filar para sentarnos juntos pegado a la ventana
hablando de chicas.
Semanas antes de
acabar el colegio, ya nos tranquilizamos y yo estuve con enamorada, que por
cierto él se encargó de presentármela y para hacer parejitas, como de
costumbre, él se buscó a una chica para ser un cuarteto con el que andaríamos
juntos todo el verano antes de entrar a la universidad.
Fue el mejor
verano de mi vida, desde el año nuevo hasta el inicio de clases, estaba al lado
de mi novia de arriba abajo, Alejandro era un poco más informal, pero con Mili
nos acompañaban a Miraflores a tomar un café, a caminar por el malecón, ir al
cine o matar el rato a los videojuegos. Y cuando dejábamos a las chicas a sus
casas, íbamos al billar que frecuentábamos desde que estábamos en cuarto de
secundaria. Pedíamos unas cervezas y jugábamos tranquilos, sin las ganas de
alocarnos como cuando estábamos en el colegio, donde ya se nos hubiera ocurrido
ir a buscar a Andrea que vivía cerca al billar y que la saque a su prima
también para hacer parejitas como en los buenos tiempos. No, ya no, ahora solo
disfrutábamos del calor nocturno del verano limeño, que nos dejaba caminar fumando con sandalias,
bermudas y polos con cuello abierto.
Pensándolo bien,
creo que Alejandro era mi extensión de personalidad, yo sabía que él era capaz
de hacer más locuras, no por mandado, puede que por llamar la atención, pero porque
simplemente era un desvergonzado. Y mi mente se llenaba de cada idea realmente
macabra que contársela a Alejandro para que ponga en marcha todo, era sentirme
tranquilo de expresar todo lo que ideaba mi cabeza degenerada. Entonces éramos
la pareja perfecta, el autor intelectual y el criminal.
No faltaron las
chicas a las que, ambos, les robamos besos a la volada y en vez de amargarnos
el uno con el otro, nos reímos porque nos sentíamos lo suficientemente hermanos
como para hacernos problemas. Incluso en una fiesta en mi casa, mientras
abordaba a una chica en mi habitación, pensé en que a Alejandro, quizá, le
faltaba preservativos, abrí mi cajón, saqué un preservativo y fui a la otra
habitación donde lo encontré desnudando a una chica. Me miró y me dijo que no
lo jodiera, carajo, que si necesitaba hablar con él, lo podríamos hacer en otro
momento. La desconocida ni se inmutó y yo no pedí perdón, le tiré el
preservativo a Alejandro y le dije “Por si las moscas.” Cerré la puerta y
escuché un gracias a lo lejos y yo volví a lo mio en con esa chica en mi habitación.
A la mañana siguiente despertamos en mi sala, viendo televisión fumando
marihuana con las desconocidas que, por cierto, nunca más volvimos a saber de
ellas.
Pero si algo debo
de haberme dado cuenta y dejar pasar por alto, es que en el fondo, siempre
sentí un poco de envidia de su parte. Era en las épocas en que tenía una
familia muy funcional, se sentía un buen clima hogareño, tenía una novia que
era amada por mis padres, estaba en una universidad importante, hasta había
sacado licencia de conducir y algunas veces me daban el carro. En su casa
también me quería su mamá, su papá un par de veces nos dio el Tercel blanco que
lo bautizamos como “El parrandero” lo íbamos a correr al sur y yo batía mis
records de velocidad, algo a lo que él no se atrevía.
Las chicas se
acercaban con un poco más de confianza porque se me hacía fácil pintar un mundo
de colores en cinco minutos y de hecho, la tarde que conocimos a un grupo de
amigas de Alejandro, yo me pasé toda la tarde y noche rodeado de esas tres
chicas que me escuchaban, hipnotizadas, de lo que hablaba. En una borrachera de perros que nos dimos en
su casa, después de regresar del burdel, me miró un poco amargo y me dijo que
yo tenía algo que él no podía, yo sabía enamorar y que el solo sabía
coquetear. Y era cierto.
Mónica me mandó
un mensaje de buenos días y la llamé al instante.
-Buenos días,
amor ¿Cómo estás?
-Lo sé todo, no
me vengas con estupideces y dime lo que pasó con Alejandro.
Me costó dos
horas seguidas de un bombardeo de patrañas que inventé para que ella lo
aceptara. Me estaba jugándolas todas, a lo mejor me equivocaba, pero mi
instinto me decía que no estaba errando y era el mismo instinto el que
Alejandro tenía para sospechar cuando muchas veces, yo era más desenfrenado que
él.
Después de esa
guerra de mentiras y artificios para que Mónica diga la verdad, por fin lo
confesó.
Colgué el
teléfono y lo tiré contra la pared y vi como estallaba mientras unas lágrimas
volvían a salir una vez más. Me tiré en mi cama y empecé a llorar con todas mis
fuerzas, no tenía noción ni del tiempo, ni del espacio, solo lloraba porque era
lo que se suponía que debía de hacer, no solo por Mónica, me preguntaba si yo
también era el culpable de que papá se haya ido de la casa, si yo alejé a mi
mamá, si yo era el culpable de que mi hermana se sienta tan mal por la
separación. Pero lloraba, sobre todo porque me daba cuenta que mi hermana tenía
a su enamorado, mi mamá a su hermana, ambas sabían a quién recurrir, pero ahora
yo realmente estaba solo, perdido y sin saber qué hacer. Lloraba porque por
primera vez sentía lo que es la soledad, porque a Jorge no le iba a contar
todo, no ahora, suficiente con los problemas que él tenía que cargar.
No sé cuánto
tiempo lloré, me amargué y cuánto tiempo me quedé dormido. Pero cuando me
desperté solo atiné a una idea. Esto, todo esto, debo de escribirlo, no para vengarme de nada
¿Acaso me vengaría contando mis porquerías y mis vergüenzas? Si no porque es un
ajuste de cuentas conmigo mismo, porque me lo debo, porque ya era hora de
sacarme esa máscara de tipo duro que me asienta tan bien y que no lo soy.
Porque debería de entender que Mónica nunca me hizo sufrir por amor, o
cualquier cosa parecida, si no porque me dio una punzada letal en el orgullo y
después de las lagrimas que solté con tanta fuerza, con tanta gana, respiraba
más hondo y más tranquilo, sentía una serenidad recorrer por mi cuerpo, desde
el estómago hasta filtrarse por todo mi cuerpo y llegar a la cabeza.
Encendí mi
computadora y empecé a escribir que nunca se me cruzó por la cabeza haber
lidiado con el engaño y con toda la impotencia. Iba a contar desde la
conversación que tuve con Jorge en ese bar y el regreso de Diana. Iba a
contarlo sin alguna barrera, sin algún límite.
Y escribí, sin
parar, hasta que dio la noche.
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