noviembre 01, 2013

Alegrías, nunca más

23

-¿Aló? ¿Gonzalo? – Me despertó la llamada de Diana esa mañana- ¿Podemos vernos?
Y a las tres horas Diana apareció en su automóvil.
Faltaban dos días para año nuevo y me sentía más tranquilo. Lo primero que había hecho después de hablar con Violeta fue llamar a mamá y contarle todo, bueno, no todo, solo lo que ella necesitaba saber sobre lo que sucedió y al enterarse pegó un grito al cielo y llegó a Lima en el primer vuelo. Por lo menos mis desbarates lograron que mis padres se volvieran a hablar y definitivamente quedaba castigado a partir de nuevo año, debía de ir buscando trabajo y solucionar los problemas  porque con el dinero que iba a ganar con el sudor de mi frente, iba a devolver el dinero despilfarrado. Me parecía lo más correcto, así que alisté un currículo que dejaba mucho que desear y recorría todo Lima haciendo entrevistas de trabajo, entregando mi hoja de experiencia laboral y reventaba con correos electrónicos a toda empresa sin importarme exactamente en qué podría aportar con mis capacidades tan limitadas. También empecé a hacer ejercicio en las mañanas y, como consecuencia principal, iba dejando de fumar, aunque realmente lo atribuyo a que mis padres dejaron de darme dinero. Pero lo bueno fue que devolví el tiempo necesario a escribir esa novela que contaba explícitamente todo lo que me iba sucediendo desde que me enteré lo de Mónica con Alejandro, iba cuatro capítulos y aún corregía varias partes, que era la parte más tediosa y a todo ese trabajo, sumé el volver a leer los libros que me habían vencido y los que había dejado a media lectura.
Para navidad no quise salir de mi habitación, iba a ser demasiado para mí que ya me reconocía como todo un llorón, celebrar en esas condiciones personales tan paupérrimas. Y sin embargo, salí a saludar a la familia que, en un mal tino, decidió celebrar en mi casa. Naturalmente, recibí regalos, aunque yo sentía no merecer ninguno. Luego siguieron los días y seguía con la rutina que tanto me costaba cambiar, pero tenía que tragarme mis malos hábitos, ponerle cara a mis desbandes y ser responsable y exactamente eso era lo que más me molestaba porque nunca me sentí responsable por nada y, la verdad, todavía no quería tener una responsabilidad, pero ya no podía quejarme. Solo quedaba seguir.
-¿Cómo has estado? – me preguntó Diana encendiendo el motor.
-Mal- dije en mi ráfaga de sinceridad y ella soltó una carcajada divertida.
-¿Y ahora, Gonzalito? ¿Qué es lo que debo de saber?
Salíamos de La Molina y al ritmo de Fito Páez como para ponerme lo suficientemente nostálgico y empezar a narrar la travesía de ese año que no me trato tan bien. Pero ¡Qué va! Ya estaba más tranquilo, hay gente que la pasa peor, Diana, le decía, no sé por qué me toca ser tan débil, cuando yo era ese muchacho tan seguro de sí mismo. Me sacaron del círculo de comodidad que era mi reino sin horizontes, hasta que me du cuenta que el dolor invade sin tocar la puerta, arrinconándome sin dejarme un lugar por donde escapar ¿Escapar? Sí, aunque sonaba bastante tocada esa palabra, mis noches no eran un escape de nada, era ensimismarme porque cuando despertaba sobrio, me daba cuenta que seguía en el mismo lugar donde empezaba.
-¡Vaya, Gonzalo! Vas a tener que profundizar en ciertos temas, pero no por ahora. Ya lo estás escribiendo en esa novela ¿No?- y ambos nos reímos un poco.
Llegamos a su casa y me senté en el sofá donde meses atrás ella aspiraba cocaína.
-¿Qué deseas hacer?- Ya era de tarde.
-¿Vamos a comer? – me dolió responder porque seguía siendo un desempleado que no traía ni un centavo en el bolsillo.
Entre vergüenzas, tuve que decirle que no traía nada de dinero y, como era de esperarme, ella me dijo que no preocupara, que todo corría a la cuenta de la casa. Entonces fuimos a almorzar a un restaurante en Miraflores, cerca a su casa y nos pasamos la tarde caminando por el malecón mientras ella me contaba qué tantas cosas habían sucedido y otra vez volvía a extender sus brazos emocionándose de las cosas nuevas que había visto desde su regreso a Lima. Ella era así, una chica con roce social que intentaba ser chabacana, pero su educación le brotaba de los poros y al fin y al cabo no era como quería ser, por más que lo intentaba y eso me daba más ternura de ella.
-Mañana hay un evento en una nueva tienda que van a abrir ¿Me acompañas?
-No sé si pueda, ya te expliqué mi condición.
Al final me convenció y me convenció de pasar la noche en su casa. Llamé a mamá y le dije la última mentira del año, que había sido aceptado en un centro de llamadas telefónicas en turno noche y que empezaba con las pruebas esa misma noche y luego ya verían si me contratarían. Contra todo pronóstico me creyó y fuimos camino a su casa a descansar aunque tan cansado no estaba. Ni bien llegamos, ella sacó una bolsa de marihuana y me ofreció un poco, cogí la bolsa y la tiré en algún lugar de la casa y le dije que dejara eso para otra ocasión, fui a la nevera y saqué unas cervezas para seguir conversando. Y mientras se acumulaban las botellas vacías y nos poníamos cada vez más alegres, pasó lo inevitable, nos besamos y llegamos a su habitación casi desnudos. Hicimos el amor y nos quedamos dormidos abrazados uno del otro hasta la mañana siguiente que nos despertamos sonriendo ¿Estaba bien todo eso? Por lo menos no lo creía mal y fuimos a la cocina a comer algo.
-¿Vamos a la playa? – me dijo.
Cuando menos lo creía, yo estaba al volante corriendo la panamericana sur, camino a San Bartolo como una pareja feliz que me costaba creer porque no pensé que volvería a saber de ella ya que precisamente esa era nuestra relación, un dejar de vernos un buen tiempo para volver a ser enamorados un buen puñado de días o semanas y nada más. Pasando el primer peaje, ya estaba hablando con mucha fluidez, no me recordaba hablando tanto acerca de mí, de mi infancia en Arequipa, de lo que era crecer en Huaraz a tres kilómetros de la ciudad, de mi familia y hasta le conté el pasaje de Violeta en mi vida, algo que no se lo había dicho hasta ese momento. No era raro que haya repetido algunas historias, pero yo era así, volvía a contar lo mismo y cada vez con más alegría y a Diana no parecía incomodarle, al contrario, ella me sonreía y me decía que ya le había contado esa anécdota.
Llegamos a San Bartolo y estacionamos el carro en su casa, ni si quiera entramos, fuimos a caminar descalzos en la arena mientras veíamos extrañados que la playa no se poblaba todavía, entonces nos tiramos en la arena y nos quedamos dormidos un par de horas. Me desperté antes que ella y empecé a observarla, Diana era realmente bella, sus cabello rubio y las pecas que se dejaban ver en su escote hacía que sea una escena de lo más sensual que podía ver. Comprendía que lo más importante de nuestra relación era la honestidad, la valentía que ambos teníamos de mostrarnos tal cual éramos, yo un simple chico casi clase mediero que invertía sus días en escribir, visitar bares para conversar con amigos y escuchar música todo el tiempo posible y ella era una réplica imperfecta de mí por una simple razón, era víctima de sus costumbres ¿Cómo ella podía sentir cierta admiración por mí? Yo que había detestado todo lo que encontraba en frente mío cuando me miraba en el espejo. Pero ahí estaba, empezó a leer ni bien me conoció, a ver mis películas favoritas y a frecuentar mis bares porque quería tener un poco de mí, una gota de la esencia que hacía que me moviera de tal manera. Por otro lado, bajo las perspectiva de sus amiguitas que nunca me simpatizaron por más que me sonreían en las fiestas, yo era un arribista que la conquistaba solo para tener ese roce que yo nunca iba a tener, un caza fortunas para gozar su dinero como fuera mío y a pesar de que en verdad ella era totalmente generosa conmigo, nunca se me vino a la cabeza esa idea, pero era lo más lógico que piensen eso ¿Cómo explicar su generosidad al regalarme libros, llevarme a sus reuniones y darme la potestad de manejar su automóvil? Era totalmente irónico cómo funcionaban los prejuicios de la gente que habla por hablar. Diana me decía que era envidia y yo prefería ignorar todas esas cosas porque era mi ángel, la que daba todo por rescatarme de donde estaba. Yo no era más que una buena definición de una doble vida.
Al poco tiempo ella se despertó y me miró raro cuando me sorprendió observándola con tanto detenimiento.
-¿Vamos a comer? – sí, ella iba a pagar todo y me sentía el caza fortunas que sus amigas tanto hablaban de mí. Después de todo ¿Podía reclamar algo de dignidad?
Comimos unos piqueos de langostinos con unas cervezas mientras ella me hablaba del evento que tenía en la noche y yo me iba desanimando, pero ya estaba comprometido a ir con ella. Terminamos y nos levantamos de la mesa después de que ella pase su interminable tarjeta de crédito y yo buscaba donde esconder la cara de la ridícula escena.
Volví al volante y nos enrumbamos a Miraflores a alistarnos para dicho evento que era elegante.
-¿Y de dónde voy a sacar un terno? Yo no pienso volver a mi casa.
-Bueno, mi familia no es tan alta. Tengo una idea.
Llegamos a su casa y sacó un traje Hugo Boss, unos zapatos Pierre Cardin y una corbata Armani, me probé ese disfraz y lucía bien. Un poco de perfume Polo Ralph Lauren en el cuello y estaba listo para lucir como un verdadero galán. Toda la parafernalia era de su papá que no llegaba todavía de un viaje de negocios. Me sentía un estafador de primera clase, por lo menos eso último sonaba genial, primera clase. Diana hizo un par de llamadas para confirmar su asistencia y que iba con una pareja. Luego llamó a Gustavo para decirle que yo me había animado a ir y, por último, Ximena se alegró con esa noticia.
-¿No te falta un buen reloj? – me dijo y ya tenía un Bvlgari en mi muñeca.
Subimos al auto y fuimos a dicho evento donde Gustavo vestía un traje con zapatillas, la camisa afuera y el cabello revuelto con sus infaltables gafas de piloto. Ximena estaba más decente y después de saludarnos, llegaron los de sociales a tomar fotos por todo lado. Tanto flash me iba a dejar ciego y visitamos la tienda que era de ropa, los mozos no paraban de servir tragos que fue un gran error con mi debilidad por las elixir del olvido. Al quinto whisky tuve que sentarme y todavía no había salido el anfitrión a presentar la tienda. Bajo ninguna circunstancia pertenecía a ese mundo y Gustavo me repetía la misma pregunta “¿Estás bien? Después de esto nos vamos a otro lado.” Eso último era lo que me tenía más animado, ir a otro lado, que en el idioma de Gustavo era una fiesta.
Diana siempre me presentaba como su enamorado y las señoras me veían extrañadas porque todos creían que Dianita iba a ser pareja de Gustavo. Pero la diplomacia reinaba en ese mundo y me trataban como uno de ellos. Lo más difícil era esquivar sus preguntas ¿Qué hacía por la vida? ¿Cómo conocí a Diana? ¿Trabajaba? ¿Dónde vivía?
-Sí, Gonzalo, lo mejor es irse a estudiar fuera de Perú, sea lo que sea te da un peso mayor el saber que has estudiado fuera.- una risita fingida, yo también daba una sonrisa fingida y un sorbo más al whisky con hielo.
-On the rocks.- me decía Ximena y otra vez mi falsa sonrisa.
Personalmente, fui un fiasco, aunque Diana me daba ánimos en el auto diciéndome que estuve bien para ser mi primer evento social ¿Saldría en sociales de las revistas más glamorosas del país? Eso me lo iba a decir Gustavo una semana después cuando le llegaron las revistas a su casa.
Íbamos detrás del auto de Gustavo cuando Diana soltó esa pregunta que hasta ahora me cuestiono cada vez que recuerdo esa escena.
-¿Qué somos, Gonzalo?
Y tras mi respuesta imprecisa, forzada, que en el fondo solo hacía florecer mi duda sobre esa relación onírica de la que no me atrevía a creer que era real, su silencio sentenció el inicio del final, un final que tardó en llegar, pero finalmente llegó varios meses después.
La fiesta fue igual que el evento, no sé si mi incomodidad era porque nunca me gustó el bullicio ficticio que te brinda la diplomacia o era que las palabras de Violeta repercutían en un momento tan real que ella había descrito, lo cierto es que ya estaba asqueado y le pedí a Gustavo que me lleve a casa tratando de producir una excusa creíble que ni yo podía convencerme porque hasta mentir me empezó a saber asqueroso en mi paladar. Así es la conciencia, una vez que toma tu cuerpo, se te cuelga en cada momento, en cada expresión sensorial que haces, no te deja tranquilo nunca y es el juez que va determinando cada momento, cada decisión que tomas al tratar de hacer algo. En definitiva, la conciencia echaba a perder esa versión tétrica de mí mismo y me volvía más auténtico aunque algunas veces me niegue a aceptarlo.
Entré a casa y me daba con una sorpresa, papá estaba conversando con mamá, muy cariñosos escuchando un disco de Marty Balin, que era dueño del repertorio de su historia de amor. Mi papá me miró con esos ojos mansos, enrojecidos de tanto llorar y me dijo que me amaba mucho y nos abrazamos con mucha fuerza después de tanto tiempo. Mamá se sumó y nos quedamos así un buen rato.

-¿Sabes dónde está tu hermana? – me preguntó papá sacando el celular de su bolsillo para llamarla.

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