enero 11, 2012

Alegrías, nunca más

5


Llegué a mi casa y ya todos estaban durmiendo, me sentía un poco incomodo aún, pero la verdad es que también me sentía un poco alegre, me volvía a imaginar a Diana y yo, en todo lo que podríamos ser, en lo que pasaríamos juntos, sin duda todo se estaba construyendo bien, pero no me sentía enamorado. En eso recordé la carta y la saqué de mi casaca. La dejé en mi cama y fui a servirme algo de agua, tenía sed. Me recosté en mi cama y empecé a leer.
Querido Gonzalo:
Acá en Alemania hace mucho frio y extraño todo de Lima, desde mi casa y mi cuarto, hasta mis amigos. Pero, sobre todo, te extraño a ti, a nuestro tiempo juntos, a mirarte a los ojos y escuchar tu voz.
Tal vez esta sea la primera vez que me cuesta tanto buscar las palabras correctas para decir aquello que está dentro de mí, y es que ya desde hace algún tiempo, no dejo de pensar en ti. En lo bien que la paso contigo y en las muchas cosas que me encantan de conversar y compartir tiempo contigo.
La verdad, no estoy muy segura de que esté haciendo las cosas de la manera correcta, pero jamás estuvo planeado, simplemente pasó ¿Todo es cuestión de química no?
Y es por eso que te quiero mucho, porque apareciste en mi vida de un momento a otro y me tomaste por sorpresa ¿Cómo no sentirse atraída hacía ti y a toda tu sensibilidad de persona?
Me gustaría tenerte acá, Gonza, repetir la noche que pasó en mi casa, en el cuarto de mi papá.
Es increíble todo este tiempo a tu lado, he aprendido demasiado y me he dado cuenta que por más que siempre he salido de noche, siempre he conocido gente, siempre he tenido amores fugaces, tú haz vivido más que yo, no sé si en intensidad, no sé si en tiempo, pero el haber tenido experiencias profundas me hizo sentir una envidia grande. No sé como estoy soportando esta ciudad sin tus palabras, sin tu forma tan única de ver las cosas. Tú me enseñaste un lado más artístico de la vida, el ser feliz con las pequeñas cosas que uno tiene, a valorar los sentimientos, desde una sonrisa, hasta el sufrir, porque ambos sentimientos enseñan a que uno se conozca a sí mismo. Me enseñaste a apreciar pinturas, a ver películas (buenas películas, las Italianas que te hacen llorar tanto), a leer novelas y a perderse, horas y horas, en una librería, a conversar horas en un café, en un parque o en un bar como Mezzaluna, donde me hablabas de tus viajes con tu papá.
En todo este tiempo, no creo haber sentido tanto respeto, admiración, tantas ganas de vivir un día en tu cuerpo y saber como sientes las cosas, cómo ves a las personas, meterme un momento en tus pensamientos y a cada cosa que pasa, actuar solo como tú sabes actuar.
Gonzalo, me pregunto si después de leer esto seguirá todo igual, si te incomodará mi presencia (que es lo que menos quiero) si volveremos a ser inseparables, si no se perderá nada de lo que ya hemos construido con esta tan fuerte amistad. Esto es solo un suspiro de una chica dispuesta a dar amor.
Yo sé que existe una Mónica de la que estás enamorado y también sé de tus deslices amorosos en Barranco, pero esto ya no importa, Gonzalo, porque yo estaría dispuesta a dejar mis cosas por tener algo contigo, no es que te lo pida, solo te digo algo que yo podría hacer.
Bueno, Gonza, solo quería decirte que te quiero y que te extraño como nunca. No sé en qué momento pasó, no sé si es ahora cuando recuerdo Lima, o es desde que te conocí en aquella fiesta. Pero de algo que estoy segura, es que me empiezo a enamorar.
Te quiero Gonzalo.
Diana
Leí y releí la carta de Diana, hasta que vi, desde mi ventana, amanecer la ciudad. Me hizo recordar la vez que dormimos juntos. Tuve ganas de fumar, de tomar un whisky y escuchar música y reir, sonreír porque realmente empecé a sentir que no estaba solo.
Claro, el problema de Mónica aún estaba ahí, pero eso ya tendrá una solución, por el momento Diana estaba en Lima y no podía estar para molestar su estadía.
De repente, me di cuenta que Diana solo había vuelto por mí, si no, no me hubiera dicho para salir, primero se hubiera dado una vuelta por la casa de Gustavo o Alexandra.
Me sentí aún mejor, sentía que alguien no me traicionaba.

enero 04, 2012

Alegrías, nunca más

4

A los diez años cumplí mi sueño en tres años. Mi vida había estado colmada de viajes por el trabajo de mi papá, había vivido por todo el país y mis sueño nunca había sido pasarme la vida recorriendo el mundo en un vehículo. Siempre había querido tener una vida de barrio, haber nacido en un lugar, conocer a los amigos, crecer con ellos, aprender a enamorar, hacerse adolescente y luego adulto. Frecuentar los mismos colegios, las mismas reuniones, quizá las mismas universidades y luego que nuestros hijos vivieran la misma vida que habíamos tenido los del barrio. Pero no fue así.
Así que después de once años de viajes imparables, por fin mis padres decidieron instalarse en Lima. Alquilaron un pequeño departamento en La Molina, en la urbanización Santa Patricia. Y sentaron, mis padres, los trajines que tanto nos habían caracterizados.
Al comienzo fue un poco difícil acomodarme a un círculo social de la capital, vivía encerrado en casa, sentado en un escritorio que tenía un ventanal que daba a la calle. Veía como los chicos y chicas de mi edad jugaban y se conocían desde siempre. Por suerte mi primo menor, Álvaro, hizo que lo acompañe al parque un día de vacaciones y fue así como conocí a todos los amigos y amigas del barrio. Fui presentado uno por uno, una por una como el chico nuevo de la cuadra.
-Se llama Gonzalo.- repetía alguien que ya me habían presentado y no lograba terminar de reconocer.- vive al frente de tu casa. Al lado de la casa de Mariana.
Y así conocí a todos. El tiempo hizo de nosotros tener una confianza única. Todas las noches, a las siete de la noche (como si fuera un código secreto o una reunión clandestina) nos reuníamos frente al parque para conversar y así fue como conocí a Romina.
La había visto de lejos algunas veces cuando jugábamos al fútbol, pero no fue, sino, hasta el colegio donde por fin pude conocerla. Me había sorprendido que tuviera mi edad y que cumpliera años casi el mismo día que yo. Era de piel blanca, muy blanca, de ojos oscuros, profundos pero de mirada tierna, los ojos le brillaban. Su cabello, como sus ojos, era negro y ondulado. La sonrisa le salía muy suelta, se podía saber que era una chica inocente, de familia conservadora y educada bajo el encanto de una tradición costumbrista. No me equivocaba.
Una noche, en una de las tantas reuniones que se celebraban en el barrio, terminé bailando con Romina. Las manos me sudaban y todos nos molestaban cuando, al ritmo de una canción romántica, nos dejaron solos en la pista de baile. Ella trataba de calmarme y me limpiaba, cada tanto, el sudor de la frente que tanto delataba mi nerviosismo. Se reía cuando, el supuesto nuevo galán del barrio, se avergonzaba al bailar con una chica.
No lo niego, extrañamente el ser el nuevo en el barrio, era un proceso el integrarse a la sociedad. Las madres te invitaban a comer para calificarte, las chicas (muy sueltas para mi educación conservadora) solían invitar a salir a los chicos y saludar con un beso en la mejilla, cosa que, en esas épocas, para mí era algo descabellado. Las lista interminable de preguntas que tenía que responder, el cabello peinado a un costado, los buenos modales y el comentar, con cierto conocimiento, los viajes por cada lugar que viví me dieron un crpedito especial entre los demás, las madres me decía que tenía cultura, cosa que no entendía a mis once años. Once, porque apenas llegué, celebré mis once años.
Romina, pues, era la chica de la que me tocó enamorarme, era increíble mi capacidad para enamorarme perdidamente en cuestión de segundos, como si cupido siempre estuviera a mi costado, me enamoraba de cualquiera que pasaba, inventaba finales felices y me volvía loco por volver a verla de nuevo. Pero con Romina, ese final feliz, fue un sueño que perduró años. Tenía dos motivos para ir al colegio y ninguno era estudiar, pero el principal era verla, con mucha suerte que me diga algo más que un simple “hola” y para mí el día estaba hecho.
Me pregunto por qué es tan especial estar enamorado y es tan doloroso ser enamorado. Mayormente, cuando estás enamorado, la vida la ves de colores, todo te parece especial, tu imagianción vuela, le sonríes a todo. Pero cuando estas de enamorado, algo se pierde y, poco a poco, según el tiempo y la costumbre, te decepcionas de todo lo hermoso que creías que iba a ser, cuando uno esta enamorado.
Entonces no pude más y llegó el día en que tuve que declararme a Romina por primera vez, unas amigas me dieron valor, otros se burlaron de mi torpeza pero a la hora de la hora, nada importaba, estaba yo contra ella sin importar el resto.
Obviamente, no duré más de cinco minutos frente a ella para salir despavorido y llegar a mi casa exaltado. Es noche no pude dormir pensando en la imagen que tenía de lo sucedido, ella en frente mio, capaz de escucharme y decirme que sí, efectivamente, quería ser mi enamorada. Claro, no lo dijo, pero sabía que lo diría y eso me bastaba.
A los pocos días me armé de valor para ir hasta su casa, buscarla y decirle, de una buena vez, que quería que sea mi enamorada. Lástima que no podía salir y me resigné a que el mundo no estaba hecho para los dos.
¡Qué nostalgia! Nos volvíamos a ver, nuestras madres eran muy amigas y a pesar de que me cambiaron de colegio, algunas tardes me sorprendía su presencia en mi casa. Podría decir, incluso, que entre tiempo la vi crecer.
Romina, siguió derecho, yo seguí finanzas, aunque ambos en realidad, teníamos algo en común que lo notamos con el tiempo: la literatura. Ella leía mucho, yo quizá un poco menos y algunas veces intercambiábamos de libros. Era interesante toparse con alguien que compartía los mismo gustos y, quizá, algunas opiniones diferentes con lo ya establecido.
Una noche, que extrañamente hice una reunión para mi cumpleaños, nos quedamos hasta tarde en mi casa, tomamos algo de whisky mientras conversábamos y en algún momento, sin que nadie que estuviera presente, lo notara, nos tomamos de la mano. Estuvimos así hasta que ella tuvo que irse, me llevó afuera de la casa y me tomó por la cintura.
-Te voy a dar mi regalo – me dijo.
Nos acercamos un poco, demasiado lento, tan lento que, cuando sentimos a prima bajar, nos apartamos el uno del otro dejando algo pendiente, que, dos años después, ocurriría sin pudor.
Tomé el auto de mi papá y llevé a Romina a su casa. Primero dejé a mi prima y luego a romina esperando que terminara lo que había empezado. Lamentablemente mi tía (su mamá) me estaba esperando en la puerta.
A los diecinueve años, un verano, nos mudamos cerca a su casa, vivíamos a la vuelta. Volví al barrio donde me había instalado hacía casi diez años atrás, pasaron cosas que nunca pensé que pasarían.