marzo 19, 2013

Alegrías, nunca más


13

-No vayas a esa fiesta, por favor. – me pidió Diana esa sábado por la tarde.
-Pero es un viejo amigo, no puedo hacerle eso. – dije un poco extrañado.
Diana nunca había sido una de esas personas que te dice lo que debes o no hacer, nunca iba a negarme amistades o peor aún, nunca me negaría estar con mis buenos amigos una noche.
-Tengo un raro presentimiento, por favor, créeme.
Pero todo estaba claro, no iba a hacerle caso, sobre todo porque esas fiestas, después de la locura, llegaban las conversaciones que mantenía con Jorge.
Me despedí con un beso en la mejilla de Diana, aquella tarde solo caminamos por Barranco, curioseando entre bares y cafés, entrando a tienditas extrañas y finalmente, caminando cerca al mar. Su compañía era fácil de sostener y divertida de llevar con las conversaciones que no dejaba de sorprenderme. Sabía mucho de cine y teatro, me recomendaba tanas películas que terminaba por olvidarlo todo y a veces debía de llamarla para recordar los títulos y los directores que tanto repetía con exaltación. Diana era así, una metralleta para conversar, se emocionaba con lo que decía y una señal importante de saberlo era cuando conversaba levantando la mirada con una sonrisa de niña y gesticulando más de la cuenta. Sabía todo lo que debía de saber como para opinar quiénes podrían ganar el premio de la academia.
Llegué a mi casa a las ocho de la noche, listo para ducharme y cambiarme para ir a la fiesta. No me demoraría demasiado, escoger ropa no es difícil para mí, así que me daba tiempo para avanzar y encontrarme con Jorge.
Cuando salí del colegio, no pensé en volver a verle la cara a nadie, y eso, hasta cierto punto, me alegraba. No porque no me caía nadie o por ser un inadaptado social, lo que pasa es que siempre fui un apátrida a dónde iba, estuve en siete colegios en toda mi vida colegial, lo suficiente como para no terminar de involucrar demasiada amistad con nadie, pero lo suficiente como para vivir el relajo que comprendía el colegio.
El mejor grado fue cuarto de secundaria, antes de eso yo era un adolescente que montaba una patineta, que escuchaba la música que estaba de moda y jugaba fútbol todas las tardes en el parque que estaba cerca de casa. Pero en cuarto de secundaria llegó un profesor nuevo de Literatura, un profesor diferente entre todos los demás. Traía el cabello más largo de lo que debía y llevaba tan bien el curso, que dejaba a todo el salón hipnotizado cuando contaba las novelas de los escritores de las vanguardias que íbamos estudiando. Fue él quien, un día después de clases, nos quedamos conversando y me recomendó que leyera Demian de Herman Hesse y fue el gran cambio. Cada vez que alguien me pregunta en qué momento empecé a leer y a estar en este mundo, siempre lo atribuyo a ese libro, a tal punto que podría marcar mi vida en un antes y un después de leer a Herman Hesse.
Con Demian, luego llegó Sobre las ruedas y, finalmente, El lobo estepario. Libros que me dejaban desvelados y que leía con intensidad. Luego yo solo descubrí a Julio Ramón Ribeyro que me acompañó con el descubrimiento del Rock & Roll clásico.
Y ha sido una buena costumbre el leer en clases que poco o nada me importaban como Química, Álgebra o Trigonometría, quizá Física y Aritmética también. Pero en el curso que definitivamente iba preparado para leer por dos horas, era Biología.
Despertar la Literatura en mí, fue por fin hallarme dentro de un grupo, aunque en ese momento me sentía más solo que de costumbre. Por fin sentí lo que debía hacer, a lo que debería dedicarme. En el momento inesperado, encontré mi vocación. El problema fue que no supe moverme bien, lo suficiente como para cometer errores en mis elecciones.
Digo que fue hallarme en un grupo, ya que en quinto de secundaria conocí a Jorge porque encontré versos que él escribía en la última hoja de su cuaderno y empezó el vínculo que nunca se ha roto, escuchamos Fito Páez y él leía a Neruda y yo a Ribeyro. A los pocos días fue Yngrid quien me presentó a Alfredo Bryce y a Soda Stereo. Me sentía cómodo en algo que debía hacer.
El tutor me dijo que no tenía nada que ver con mis notas, pero tenía que ver con mi coeficiente intelectual, el que esté en el primer salón de estudios, porque realmente en ese salón era cola de León, y, en cambio, en el segundo yo era cabeza de ratón. Bueno, no cabeza, quizá cuello y con suerte, quizá, cadera.
Cuarto de secundaria también fue empezar a fumar a escondidas con el uniforme y en las reuniones salir al patio para que nadie nos viera. En ese momento le dabamos rienda suelta a conversar de lo que leíamos, de las películas que habíamos visto y las nuevas canciones que debíamos escuchar.
Jorge me unió a sus amigos, Freddy, Renzo, Diego y Ruben, con los cuales conformamos un sexteto inseparable. Todos los días de clase, a todas las horas, nos sentábamos los seis juntos, en carpetas de dos en dos y esperábamos el despiste del profesor para bromear o reírnos más de la cuenta.
Era por eso que debía de asistir a esa reunión, porque vería al resto del grupo con el que teníamos una fecha exacta para reunirnos, el cumpleaños de Freddy, que abría su casa para hacer una fiesta a todo dar. Su mamá, que con el tiempo sería una consejera para el resto del grupo, nos dejaba divertirnos en su casa. Incluso nos dejaba dormir ahí y a la mañana siguiente nos despertaba con café y un desayuno que no solo eran buenos para el cuerpo y la resaca, era la tertulia matutina para reconstruir los hechos de la noche anterior.
Llegué a la casa de Jorge, donde deberíamos encontrarnos todos y a quemarropa me preguntó.
-¿Sabe Mónica que Diana ha vuelto?
-No. – respondí, nervioso.
-Deberías de tener cuidado, no sé cuál es tu afán por meterte en problemas, pero de verdad deberías de elegir entre una de las dos. No me digas nada, porque sería tonto de tu parte que me digas que con Diana solo son amigos. Te conozco hace cinco años y en verdad también me preocupó verte mal por Mónica, pero ya déjate de tonteras ¿Ok? Es hora de que tomes las riendas de lo que piensas hacer. Diana y Mónica son diferentes, pero no le puedes hacer esto a ambas, tienes que escoger.
Toda la conversación se sostuvo tras esa última frase, yo no les podía hacer eso y era obvio tener que escoger, pero mi cabeza ya andaba hecha todo un tumulto.
A la media hora apareció el resto del grupo, de par en par, con lo que terminamos cambiando de conversación y poniéndonos al día. Es raro cómo trabajan las amistades largas y duraderas, sobre todo el hecho de reencontrarse después de varios años, donde vuelves a ver al grupo que te acompañó en la travesía del colegio. Lo divertido de la funcionalidad de las personas es que mientras pasan los minutos de las conversaciones, recuerdas que el que te caía mal, aún conserva esos pequeños detalles que detestabas de ese compañero. Recuerdas que, el más gracioso, aún conserva esa chispa que te entretenía con las ocurrencias en un momento aburrido de la clase. Esos pequeños fragmentos de la personalidad, que se asoman y te recuerdan las características de ellos, es lo que hace el vínculo más humano de la amistad, es un reflejo fugaz de un instante junto a ellos en el que te puedes reconocer.
A la hora llegamos a la casa de Freddy y la celebración estaba en todo su esplendor. La música a todo volumen, las parejas bailando, algunos conocidos esparcidos por un rincón u otro, la mesa llena de una variedad incalculable de tragos y nosotros éramos los reyes de la fiesta. Saludamos a la mamá de Freddy que, como si fuéramos hijos pródigos, nos recibía con alegría después de ausentarnos varios meses. Freddy era un buen amigo, diría yo que el más cuerdo entre los demás, su condición de hermano mayor irremediablemente lo volvió un tipo muy responsable a muy temprana edad. Siempre estuvo cerca al grupo, pero su presencia era la de una fantasma, era como si siempre estuviera, pero no estuviera. No ponía objeción a las ideas locas que poníamos para divertirnos, por el contrarío, se reía y daba rienda suelta a los disparates. Muy contrario a Diego, que era un poco más emotivo y romántico, lo he considerado mi hermano mayor desde que lo conocí por el simple hecho de que siempre me cuidó cuando desde que entré al colegio. Me llamaba para jugar fútbol junto a los demás y me presentaba a las faldas más simpáticas que se paseaban por los pasillos y los salones. Lo admiré desde que lo vi, su forma tan rígida de estudiar, su disciplina exasperante para atender la clase, tomar apuntes, repasar y hacer las tareas como si fuera algo tan simple y que a mí me daba flojera de tan solo pensarlo. En el fondo y en silencio, quizá lo envidiaba, pero fue un amigo tan generoso que ambos nos volvimos buenos amigos. Renzo y Rubén eran como el agua y el aceite a primera estancia, pero eran más amigos de lo que aparentaban no ser. Aún los recuerdo molestándose en el salón, Renzo fastidiándolo sin parar y Rubén teniendo una correa modesta riéndose, también, sin hacer ningún gesto de desagrado. Renzo era tan viril como el mismo lo podía decir, jugó de arquero para la división de menores de Club Universitario, desde ese momento hizo fibra su estructura muscular y yo lo sé muy bien porque una vez, entre bromas, un puñete me dejó sangrando. Renzo nunca iba a decir no si tenía que agarrase a trompadas con alguien, dentro de sus cabales, no estar en una pelea, era lo peor y exactamente por una pelea, fue que lo expulsaron de su anterior colegio y terminó entrando al nuestro. Rubén era más tranquilo, muy despreocupado, pero exageradamente inteligente, llevar el ser despistado e inteligente era una fórmula que la sabía llevar muy bien. Todos en el grupo predecíamos un futuro brillante, ya que acabaría la secundaria con quince años y sin dudarlo dos veces ingresó a ingeniería. La imagen que tengo grabada de Ruben, es la de él tosiendo gravemente tras sus primeros cigarrillos que compartía conmigo saliendo del instituto donde estudiábamos inglés.
Conversamos de todo, como era de esperar Freddy había cambiado de novia por cuarta vez, Diego se había ilusionado de una flaca que, por lo que nos contaban otros amigos, no era muy recomendable y, obviamente, Renzo seguía molestando a Rubén.
Toda la noche estuve cargada de risas, de recuerdos y de brindis consecutivos por los viejos tiempos, por el reencuentro, porque cada uno iba construyendo, a su modo, su propio futuro en lo que realmente le gustaba.
Y entonces apareció Claudia deslumbrado a toda la fiesta con su sonrisa coqueta. Todos me pasaban la voz “Ahí está, Gonzalo ¿No te acuerdas?” y sí, si algo debía de acordarme de Claudia, era de su forma agresiva de besar, destrozándome los labios inferiores de una forma tan sensual que terminaba revoloteándome los pantalones. Fue un par de años antes cuando Mónica estaba en Miami. Fue en una reunión de verano, de las que acostumbra a hacer Freddy para todos aquellos que, como yo, detesta las tardes en el sur. Esa noche bailamos, no hablamos y terminamos recostados en el sofá de la sala besándonos hasta quedar excitados por lo que queríamos que pase y no podía pasar.
Y ahí estaba ahora, sentada a mi costado, pidiéndome encendedor y preguntándome cómo me había estado yendo, que ya le habían contado que yo tenía enamorada y por favor, sírveme un poco más de whisky Gonzalito, que yo también estoy saliendo con un chico. Era como diez años mayor que ella, todos me contaban que se la veía llegando a su casa en una camioneta y que había estado muy desaparecida  ¿Entonces a qué había venido a la fiesta?
-Para verte pues, Gonzalo, no te hagas el loco, hermano. – Me decía Diego terminando su cerveza.
Y esa respuesta no estaba tan lejos de la realidad, quizá entre bromas Diego me estaba diciendo algo que había notado. Pero lo que no notaba, es que en verdad con Claudia, no iba a conversar más de cinco minutos. Así que nos dedicamos a llenar nuestros vasos con whisky o vodka, pero nadie recordó en qué momento ya estábamos tomando tequila y saltando en medio de la fiesta. En un momento nos miramos, sonrientes y nos quedamos algo pensativos ¿Qué podía decir en ese momento? Nada, porque ni siquiera se me ocurría decir nada cuando estábamos muy sobrios, porque Claudia siempre tuvo esa personalidad muy impactante, segura, es de esas personas que hacen temblar el piso y la actitud tan fuerte que todo el mundo voltea a verla cuando entraba a cualquier fiesta. Me abalancé a besarla con todo y ella también empezó a besarme. Todo el mundo estaba mirando esa escena que si bien seria  de lo más romántica, ninguno de los dos lo veía así.
-Vamos a otro lado. – Le dije.
-No. – Me dijo cortante y se fue al baño.
Yo ya estaba con los tragos en la cabeza y la seguí sin pensar en nada. En el trayecto Jorge me detuvo.
-¿Qué haces, imbécil? – Lo hizo casi empujándome.
Me miró con una desaprobación increíble y yo no le hice caso. Esquivé la mirada y fui detrás de Claudia y cuando salió del baño le cerré el paso la tomé de la cintura y la devolví adentro.
-¿Qué haces? – Dijo algo molesta, casi gritando y volví a besarla, pero esta vez me volvió a apartar.
-¿Qué sucede? – Le dije algo confundido.
-Mira Gonzalo, está mal, yo tengo enamorado y tú tienes enamorada.
-¿Y qué? ¿Acaso no te gusto? – Lo dije casi gritando, al borde de la histeria. La verdad solo me amargaba por una sola cosa, porque Claudia me recordaba toda esa actitud de Romina.
-Sí, me gustas, pero no está bien.
Fue suficiente, salí tirando la puerta con todas mis fuerzas y me fui a servir una copa más. Lo encontré a Diego y me preguntó qué tal me había ido con Claudia.
-Jodido y ¿Sabes qué? Que se joda también ¿Cómo se llama esa chica? – le dije señalando a una chica que de lejos parecía simpática.
-¿Te la presento?
No recuerdo cómo se llamaba y mi cabeza estaba tan fuera de sitio con lo que había pasado que ella pensó que era un idiota cuando por quinta vez le decía “¿Y qué estudias?” y ella se cansó de decirme que estudiaba derecho.
Pero la saqué a bailar y ella aceptó, y de repente, en medio del fulgor que significaba bailar con esta chica, Claudia me miro con una rabia tremenda, todos en la fiesta lo notaron y cuando volví a mirar a Diego, me hizo la señal y gesticulaba diciendo “¿Ya viste?”
Pero Claudia no era solo una mirada de rabia, Claudia era de armas tomar y efectivamente, me tomo del brazo y me devolvió al baño y empezó a besarme y besarme el cuello también. Ambos terminamos lo que teníamos pendiente en ese baño y cuando salimos, ya casi todos habían desaparecido. Claudia no hizo ningún gesto de vergüenza, es más, ni siquiera miró a ninguno de mis amigos. Yo me sorprendí cuando vi a Santiago con todos los demás, sentado, brindando y conversando. No lo había visto llegar y me emocioné porque Santiago fue un buen amigo del colegio y quizá ¿Por qué no? En un momento el mejor que tenía. Así que lo saludé con mucha efusividad y de forma apurada porque debía de acompañar a Claudia a que tomara un taxi.
No hablamos en el camino, se despidió como me saludó, algo coqueta y desinteresada. No debíamos de intercambiar números, ambos conocíamos nuestra posición.
Volví a la casa de Freddy fumando tranquilo, Mónica me había llamado antes de todo y luego me llamó de otro número diciéndome que se le había perdido su celular y que ya hablaríamos después, lo cual me daba mucha tranquilidad.
Entré y volví a abrazar a Santiago, un vaso con whisky para mí apareció como por arte de magia en mi mano y empezamos a recordar todo de nuevo. Solo quedábamos el sexteto de siempre y Santiago.
-¿Alguien sabe algo de Alejandro? – Dijo Santiago y se me erizó el cuerpo. Volví a pensar en Mónica y Alejandro, otra vez las nauseas volvieron a mí.
Por suerte nadie respondió, y yo no quería opinar nada, ya bastante era que tener que cargar con esa traición como para querer compartirla. No, ni hablar, no iba a contar nada para luego ponerme triste y hacer el ridículo. Todo el grupo sabía algo, yo no me enamoraba tan fácil, yo no sufría por ninguna mujer y yo no rendía cuentas a nadie. Pero fue el mismo Santiago que soltó la frase que puso en duda todo el mito que había detrás de mí.
-¿Es cierto lo que dicen, Gonzalo? Por ahí escuché que se besó con tu enamorada.
-¿Qué hablas? Idiota ¿Quién te ha dicho eso?
-¡Cálmate! No pasa nada Santiago. Aparte ¿Cuál es el problema? Es solo una flaca, no debes de ponerte tan agresivo por una tontería.
Y no aguanté, me paré, lo tomé de las solapas y lo mandé al piso de un solo empujón. Me arrojé contra él y empecé a darle de a puños en la cara. Uno, dos, tres y sentía su cabeza dar un golpe seco contra el suelo, cuatro, cinco y estaba seguro que no iba a parar y veía como le había reventado la ceja en un tirón y me acordaba que Santiago era uno de mis mejores amigos en el colegio ¡Santiaguito! Con quien caminábamos juntos con un par de Coca Colas rumbo a nuestras casas, porque vivíamos relativamente cerca y porque yo lo escuchaba cómo me hablaba de esa chica que tanto le gustaba. Seis, siete y sentí a todo el mundo acercarse y separarme de Santiago.
Jorge me trataba de tranquilizar mientras me ponían hielo en el puño y Santiago era atendido en el baño. Cuando salió me miró a los ojos y me dijo:
-Vete a la mierda, Gonzalo, eres un pobre huevón.
Me paré, lo miré a los ojos y escupí al suelo, noté que también estaba sangrando en el labio por uno de los golpes que él también me mandó.
-No sabes de lo que hablas. – Dije, tomé mi casaca y me fui de la fiesta al filo de la madrugada. Pero lo que no podía negar era que, efectivamente, Santiago no se equivocaba y lo que se voceaba de mí por ahí era cierto, Alejandro había besado a mi enamorada.
Llegué a casa y entré al baño a enjuagarme la boca, aún sentía la sangre en mi paladar. Cuando me miré después de secarme la cara vi mi cuello lleno de marcas “¡Puta madre!” Dije y pensé en que Claudia lo había hecho, me había dejado esos chupetones a propósito para que mi enamorada lo viera y lo echara a perder todo, pero no me preocupaba por eso, no en ese momento, ya vería qué excusa le diría a Mónica, por el momento solo Santiago estaba en mi cabeza ¿Cómo pude reaccionar como un animal?
Me costó más trabajo que de costumbre quedarme dormido.
Cuando llegó el lunes, fui a la casa de Mónica y no iba a ocultar las marcas, hacerlo significaría aceptar que ocultaba algo, así que respondería en el caso de que se diera cuenta. Para mi mala suerte, sí, se dio cuenta y le dije que me había intoxicado, que iba a ir al médico a hacerme ver. Me creyó y camino a la universidad tomó un poco de su base y me empezó a maquillar las marcas que Claudia había dejado en mi cuello.
-Que no se note, Gonzalo, está horrible.- Me dijo y me dio un beso.
-Gracias. – Dije algo avergonzado.
-Mañana te vas de viaje ¿No? Creo que ya no nos veremos, espero que te vaya bien, te amo.- Dijo y volvió a besarme.

marzo 12, 2013

Alegrías, nunca más


12

Sería muy tonto negarlo, pero Mónica me conoció en el mejor momento de mi vida.
La había conocido entre amigos de la universidad, entre cursos y cursos, entre cigarrillos que desfilaban, uno por uno, conversando en su facultad o en la mía ¿Fue Francesca la quién me la presentó? Ya no lo recuerdo, lo cierto es que nos llevábamos muy bien.
Algunas veces iba a mi casa a visitarme y salíamos a caminar, me gustaba cómo se sentaba a escuchar mis historias, cómo era tan simple soltar carcajadas tan sueltos, tan naturales.
Pero también debo de decir que algunas veces me sacaba de quicio sus raros caprichos y su detestable manerita de comportarse en ciertos momentos, de ser tan hueca, tan superficial… tan, realmente, estúpida.
Eran buenas épocas, siempre interesado en renovar mis lecturas, escuchar buena música y todo el tiempo estaba acompañado. Tenía enamorada, también, pero no estábamos en la misma órbita. Y el problema de Ximena, era el mismo de Mónica, pero exagerado. La superficialidad en su máxima expresión, la forma tan hueca de ser que, extrañamente, nunca terminó de gustarme. Sospecho que solo fue el cabello rubio de Ximena, la piel clara, lo fácil que fue engancharnos. Ximena.
Pero Mónica estaba ahí, tan dispuesta en cada momento.
Una noche me pidió estudiar juntos o a lo mejor yo se lo pedí, que es lo menos probable. No sé cómo, pero nos fuimos olvidando de los cursos, empezamos a hablar y terminamos besándonos en mi cama. La conciencia jugó conmigo a los pocos días cuando me di cuenta que eso nunca debió pasar, no solo porque su mejor amiga y yo estábamos en las mismas, si no porque Mónica era una buena amiga, y después de ese beso, ella no dejaría que las cosas vuelvan a ser como antes.  Porque todo el mundo me decía “Gonzalo, Mónica está muy interesada en ti, no le hagas ilusiones.” Y mi error más grande fue abrir la escotilla, alimentar esa ilusión casi enfermiza con un beso apasionado, recostados en la cama y leyéndole algunos versos de Neruda, cuando en lo último que pensaba era en empezar con algo que no tenía ni pies ni cabeza, ya suficiente tenía con Ximena y la amiga de Mónica.
-Gonzalo ¿Qué es lo que somos? – Me dijo una noche Mónica.
Pensé en lo que Jorge siempre me decía, cuando una mujer pregunta cuál es su posición en lo que va sucediendo, es la última oportunidad para formalizar todo o acabar con todo, son dos caminos antagónicos. Lo raro es que yo acabé con todo y rompiendo la teoría, las cosas siguieron igual.
Y en verdad, en aquel momento, hablar de sentimientos conmigo, era como hacerlo contra la pared.
Llegó el verano, ella viajó a Miami y ni siquiera me inmuté, estaba tan ocupado en asistir al trabajo, en gastar mi sueldo con amigos, comprar libros y salir todas las noches que pueda de las vacaciones.
Los días soleados de Lima avanzaban, terminé con Ximena, vi a Natalia, mi ex, nos besamos en el bar. Salí con Mariagrazia a jugar billar, a conversar perdiéndonos por las calles de La Molina, la besé en la puerta de su casa. Grecia, una amiga de un par de años, apareció al estar buscando compañía tras terminar con su enamorado, salimos a comer en parejas, la besé saliendo del restaurant. No faltaron las fiestas en casa, las discotecas lejos del sur, donde la gente se aglomeraba a divertirse bajo el sol, algo que realmente no terminaba por convencerme.
Es por eso que, para cuando Mónica había regresado de Miami, noté que no había extrañado nada de ella, estaba tan ocupado cumpliendo con una agenda social que cuando volvimos a salir, fue una cita más que tachar en dicha agenda.
Las clases volvieron y ¡Vaya coincidencia! Debía de llevar un curso más con Mónica.
Pero lo mejor llegaba en ese momento, nos volvimos más amigos que de costumbre, empezamos a ir a las mismas fiestas y/o reuniones y más que ser la parejita que no se compromete del grupo, pasábamos desapercibidos como dos buenos amigos. No es que ella haya ocultado a todo el mundo que no éramos nada, por el contrario, Mónica era la mujer que marca terreno de forma prepotente, antes de que otra acechadora se acerque a olfatearme con raras intenciones que pusiera en peligro su posición frente a mí, porque si bien no teníamos el título de enamorados, tampoco ella iba a dejar que ninguna extraña crea o sienta que solo éramos amigos.
Yo también me había acostumbrado a responder lo mismo de siempre, decía que efectivamente, no éramos solo amigos, pero tampoco sosteníamos una relación, estábamos en ese momento previo, en la tierra de nadie. Lo que no esperaba, es que los beneficios que yo tenía a favor de mi independencia, ella también los tenía, y no sospechaba que ella me iba hacer pagar una por una de las cosas que yo hacía.
“¿Quién los entiende?” Nos decían las amigas en tono burlón y, no se equivocaban, ¿Quién nos iba a entender? Cuando estábamos solo todo era genial, yo la quería, yo la adoraba y pasar tiempo con ella era lo mejor que me podía pasar. Me encantaba ver televisión juntos, comer mirando una película, quedarnos dormidos en el sofá y en la noche compartir los cigarros al ritmo de Joaquín Sabina, Fito Páez, Andrés Calamaro o Charly García. Éramos dueños de nuestro propio mundito que ambos llegamos a conocer. Pensándolo bien, Mónica era la mejor amiga, la mejor compañera que había encontrado y yo lo echaba a perder todo con mi mala actitud, con mi fascinación por estar solo, por no tener alguien que me aceche a cada rato, preguntándome qué es lo que estaba haciendo fuera de mi casa a tales horas de la noche, que me digan con quienes debería de juntarme o con quienes no. Pues si bien una relación no necesariamente debe ser una lista de reproches y cuentas por rendir al momento que se deba de pedir, con Mónica, con lo bien que me conocía, iba a terminar siendo eso.
¡Qué mala actitud que tenía! Y yo era capaz de dormir como un bebé con la consciencia tranquila, tragándome todas las porquerías que ocultaba bien.
Un año lectivo universitario pasó de forma tan rápida, que me sorprendió cuando me di cuenta que estaba al borde de reprobar un par de cursos, y de hecho, los reprobé.
Llegó un verano más y en una fiesta fuera de Lima, a esas de las que sería incapaz de asistir, conocería a Diana, la mujer y el gran encuentro en esos momentos. Y Mónica encontraría a mi verdugo, mi mejor amigos y la fugaz relación que tuvieron, sería la que desataría, en mí, las múltiples sensaciones que me destrozarían por completo.