enero 04, 2012

Alegrías, nunca más

4

A los diez años cumplí mi sueño en tres años. Mi vida había estado colmada de viajes por el trabajo de mi papá, había vivido por todo el país y mis sueño nunca había sido pasarme la vida recorriendo el mundo en un vehículo. Siempre había querido tener una vida de barrio, haber nacido en un lugar, conocer a los amigos, crecer con ellos, aprender a enamorar, hacerse adolescente y luego adulto. Frecuentar los mismos colegios, las mismas reuniones, quizá las mismas universidades y luego que nuestros hijos vivieran la misma vida que habíamos tenido los del barrio. Pero no fue así.
Así que después de once años de viajes imparables, por fin mis padres decidieron instalarse en Lima. Alquilaron un pequeño departamento en La Molina, en la urbanización Santa Patricia. Y sentaron, mis padres, los trajines que tanto nos habían caracterizados.
Al comienzo fue un poco difícil acomodarme a un círculo social de la capital, vivía encerrado en casa, sentado en un escritorio que tenía un ventanal que daba a la calle. Veía como los chicos y chicas de mi edad jugaban y se conocían desde siempre. Por suerte mi primo menor, Álvaro, hizo que lo acompañe al parque un día de vacaciones y fue así como conocí a todos los amigos y amigas del barrio. Fui presentado uno por uno, una por una como el chico nuevo de la cuadra.
-Se llama Gonzalo.- repetía alguien que ya me habían presentado y no lograba terminar de reconocer.- vive al frente de tu casa. Al lado de la casa de Mariana.
Y así conocí a todos. El tiempo hizo de nosotros tener una confianza única. Todas las noches, a las siete de la noche (como si fuera un código secreto o una reunión clandestina) nos reuníamos frente al parque para conversar y así fue como conocí a Romina.
La había visto de lejos algunas veces cuando jugábamos al fútbol, pero no fue, sino, hasta el colegio donde por fin pude conocerla. Me había sorprendido que tuviera mi edad y que cumpliera años casi el mismo día que yo. Era de piel blanca, muy blanca, de ojos oscuros, profundos pero de mirada tierna, los ojos le brillaban. Su cabello, como sus ojos, era negro y ondulado. La sonrisa le salía muy suelta, se podía saber que era una chica inocente, de familia conservadora y educada bajo el encanto de una tradición costumbrista. No me equivocaba.
Una noche, en una de las tantas reuniones que se celebraban en el barrio, terminé bailando con Romina. Las manos me sudaban y todos nos molestaban cuando, al ritmo de una canción romántica, nos dejaron solos en la pista de baile. Ella trataba de calmarme y me limpiaba, cada tanto, el sudor de la frente que tanto delataba mi nerviosismo. Se reía cuando, el supuesto nuevo galán del barrio, se avergonzaba al bailar con una chica.
No lo niego, extrañamente el ser el nuevo en el barrio, era un proceso el integrarse a la sociedad. Las madres te invitaban a comer para calificarte, las chicas (muy sueltas para mi educación conservadora) solían invitar a salir a los chicos y saludar con un beso en la mejilla, cosa que, en esas épocas, para mí era algo descabellado. Las lista interminable de preguntas que tenía que responder, el cabello peinado a un costado, los buenos modales y el comentar, con cierto conocimiento, los viajes por cada lugar que viví me dieron un crpedito especial entre los demás, las madres me decía que tenía cultura, cosa que no entendía a mis once años. Once, porque apenas llegué, celebré mis once años.
Romina, pues, era la chica de la que me tocó enamorarme, era increíble mi capacidad para enamorarme perdidamente en cuestión de segundos, como si cupido siempre estuviera a mi costado, me enamoraba de cualquiera que pasaba, inventaba finales felices y me volvía loco por volver a verla de nuevo. Pero con Romina, ese final feliz, fue un sueño que perduró años. Tenía dos motivos para ir al colegio y ninguno era estudiar, pero el principal era verla, con mucha suerte que me diga algo más que un simple “hola” y para mí el día estaba hecho.
Me pregunto por qué es tan especial estar enamorado y es tan doloroso ser enamorado. Mayormente, cuando estás enamorado, la vida la ves de colores, todo te parece especial, tu imagianción vuela, le sonríes a todo. Pero cuando estas de enamorado, algo se pierde y, poco a poco, según el tiempo y la costumbre, te decepcionas de todo lo hermoso que creías que iba a ser, cuando uno esta enamorado.
Entonces no pude más y llegó el día en que tuve que declararme a Romina por primera vez, unas amigas me dieron valor, otros se burlaron de mi torpeza pero a la hora de la hora, nada importaba, estaba yo contra ella sin importar el resto.
Obviamente, no duré más de cinco minutos frente a ella para salir despavorido y llegar a mi casa exaltado. Es noche no pude dormir pensando en la imagen que tenía de lo sucedido, ella en frente mio, capaz de escucharme y decirme que sí, efectivamente, quería ser mi enamorada. Claro, no lo dijo, pero sabía que lo diría y eso me bastaba.
A los pocos días me armé de valor para ir hasta su casa, buscarla y decirle, de una buena vez, que quería que sea mi enamorada. Lástima que no podía salir y me resigné a que el mundo no estaba hecho para los dos.
¡Qué nostalgia! Nos volvíamos a ver, nuestras madres eran muy amigas y a pesar de que me cambiaron de colegio, algunas tardes me sorprendía su presencia en mi casa. Podría decir, incluso, que entre tiempo la vi crecer.
Romina, siguió derecho, yo seguí finanzas, aunque ambos en realidad, teníamos algo en común que lo notamos con el tiempo: la literatura. Ella leía mucho, yo quizá un poco menos y algunas veces intercambiábamos de libros. Era interesante toparse con alguien que compartía los mismo gustos y, quizá, algunas opiniones diferentes con lo ya establecido.
Una noche, que extrañamente hice una reunión para mi cumpleaños, nos quedamos hasta tarde en mi casa, tomamos algo de whisky mientras conversábamos y en algún momento, sin que nadie que estuviera presente, lo notara, nos tomamos de la mano. Estuvimos así hasta que ella tuvo que irse, me llevó afuera de la casa y me tomó por la cintura.
-Te voy a dar mi regalo – me dijo.
Nos acercamos un poco, demasiado lento, tan lento que, cuando sentimos a prima bajar, nos apartamos el uno del otro dejando algo pendiente, que, dos años después, ocurriría sin pudor.
Tomé el auto de mi papá y llevé a Romina a su casa. Primero dejé a mi prima y luego a romina esperando que terminara lo que había empezado. Lamentablemente mi tía (su mamá) me estaba esperando en la puerta.
A los diecinueve años, un verano, nos mudamos cerca a su casa, vivíamos a la vuelta. Volví al barrio donde me había instalado hacía casi diez años atrás, pasaron cosas que nunca pensé que pasarían.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Amor de barrio...buen tema.

Anónimo dijo...

Una linda historia que pudo haber tenido un final feliz.. Seria la historia de amor perfecta si no hubiera terminado asi... Lastima. AGG