abril 16, 2013

Alegrías, nunca más


15

Bajé del avión y sentía cómo el sol radiaba en todo mi rostro y algunos rayos lograban filtrarse sobre mis lentes oscuros. Di un largo respiro y el aire estaba fresco, limpio. Sin duda, estaba en Arequipa, eso ni dudarlo.
Me demoré un poco en lo de mi equipaje, tomé un taxi que me llevara lo más pronto posible a Yanahuara, a la casa de mis abuelos y en el camino llamé a mi primo, Daniel, que haciendo las sumas y restas respectivas del caso, era el primo con el que tenía el vínculo más cercano y continuo en Arequipa.  Cuando lo conocí, él era muy tranquilo y yo lo suficientemente rebelde como para haber escapado de una universidad para vagar un verano entero antes de decidir lo que en realidad quería hacer con mi vida. Pero, Daniel era el tipo con más clase que había conocido en mi vida, pintaba increíble aunque nunca fue a una escuela de arte, leía, llegó a escribir para El Comercio haciendo algunos trabajos de periodismo y, sobre todo, sabía conversar y casi siempre coincidíamos en poco. Y este viaje, no iba a ser la excepción para no verlo.
Por lo general, nuestras noche eran simples, íbamos al Café y Vinos, un bar que quedaba en el segundo piso de Los Claustros de la Compañía,  donde los dueños eran muy buenos amigos de Daniel. Pedíamos una mesa y entre conversaciones que no tenían fin, desfilaban, por la mesa, interminables cafés irlandeses humeantes en la terraza del bar.
Aprendí, de él, a ser un poco más reservado, a comportarme a la altura de cada situación y nunca perder los papeles. Y, me parece, que él aprendió, de mí, a ser un poco más suelto, más atrevido y lo demostró la primera vez que fi a su casa tres años antes, cuando nos escapábamos a hurtadillas a medianoche para pegarnos una borrachera con sus amigos y amigas, algo que nunca se hubiera atrevido a hacerlo antes. Pero no nos percatamos de que hacer demasiada bulla tan cerca de la casa, despertaría a su mamá y que, al revisar nuestras habitaciones, estarían vacías y se darían cuenta de que nosotros éramos los que estábamos afuera de la casa, felices, tomando ron barato con Coca Cola. Obviamente, nos resondraron y nos mandaron a cada uno a su habitación. Pero al final, antes de cerrar mi puerta, escuché “¿Eso es lo que aprendes de Gonzalo?” y si alguna fama tenía que llevarme de esa casa, sin lugar a dudas, sería la de la mala influencia de Daniel. Al día siguiente, con toda la vergüenza de haber hecho del hijo ejemplar un malandrín, tomé el primer vuelo que me regresara a Lima.
Pero ya habían pasado tres años y, mal que mal, mis tías siempre me llamaban para fechas especiales o para, simplemente, saber cómo estaba. Eso sólo me hacía entender que tenían cierto aprecio por mí y siempre estuve agradecido por eso.
A los veinte minutos ya estaba en Yanahuara. La casa de mis abuelos era mágica, entre lo rústica y tradicional, siempre estuvo llena de misterios e historias, no en vano había pasado poco más de ochenta años sin derrumbarse. Siempre me gustó estar ahí, desde que era niño, nunca dejé de asombrarme con todo lo que podía encontrar para jugar en esa casa y mis miedo más grande a un sótano donde mis tíos se encargaron de introducirme un miedo letal contándome historias de calaveras y fantasmas.
Pagué el taxi, tomé mi maleta y bajé del carro. Entré por la puerta del callejón que quedaba en el ala derecha de la casa y que siempre estaba abierta a esas horas de la mañana, caminé veinte metros y di con el patio central, reconocí a mi primo menor jugando con unos cochecitos, pero era natural que no se acordara de mí, así que me vio con cara de susto y fue al comedor-cocina que quedaba en el jardín de la casa donde un árbol de tumbo daba la sombra necesaria. Lo seguí,  vi cómo se escondía detrás de la abuela que estaba en el comedor-cocina, la abuela le preguntó de qué se escondía y mi primo me señaló, la abuela me entregó una mirada que se formaba en sonrisa, con las pupilas dilatadas y me saludó como siempre saluda, extendiendo el “Hola” de esa forma tan arequipeña de hacer y abrazándome fuerte. A los poco segundos apareció el abuelo, curioso de saber quién había llegado y me saludó con su infaltable “¿Qué tal pues, Don Gonzalo?” también, de esa forma en como hablan en Arequipa, alargando unas vocales y acortando en otras o viceversa, lo necesario para que la primera impresión de cualquiera, diga que los arequipeños hablando cantando. Y sí, efectivamente, no haber vuelto a al lugar donde nací, es tener que reconocer esa manerita de hablar tan particular.
El sol de Arequipa irradia una energía fulminante en la ciudad y no es raro apreciar la belleza en cada detalle con tal luminosidad, el caso de mis abuelos, es su mítica casa, cuna de las travesuras de todos y cada uno de los nietos, donde siempre disfrutamos, todosla compañía y la generosidad de la abuela. Era una mujer que sonreía sin quererlo, un sombrero con el que relucíatoda su belleza y un delantal que le daba ese tono maternal. Concentraba, en su expresión, esa fuerza de una mujer luchadora y una bondad que siempre la caracterizó
Yo tenía la costumbre de sentarme en la mesa del comedor-cocina del jardín y verla preparar el almuerzo, porque era todo un espectáculo escuchar cómo tarareaba una canción y, entre tanto y tanto, te ofrecía todo lo que encontraba en su arsenal culinario.
El abuelo, en cambio, es una persona diferente, pero no por eso deja de ser espectacular. Sabe todo de todo y ama sostener una conversación interesante. Es arquitecto, pero siempre me gustó decir que es un artista plástico porque eso es lo que es a ciencia cierta, un hombre capaz de hacer magia con las manos, tiene una exposición de sus cuadros que recolectó un centro financiero en Arequipa, él fue quien hizo el escudo de Arequipa en el aeropuerto y otros trabajos que se exponen en la catedral o en cualquier otro centro histórico cultura. Siempre me presta libros que termina regalándomelos porque le gusta llegar a Lima y reconocer en mi librero, los libros que me regaló. Lo sé muy bien porque vi cómo se emocionó cuando halló el poemario de César Atahualpa Yupanqui  que le hizo a Arequipa, toda una joya milenaria en mi librero.
Almorcé con los abuelos, mintiendo de que en casa todo estaba bien, que todo seguía igual que siempre y no creo que no hice mal en mentir ¿Qué hubiera sido decirle la verdad? Era destrozarlos, decirles que hubo una separación, que todos nos sentíamos mal. No, los abuelos ya no estaban para escuchar esas noticias, pero no solo era por eso que no quería contárselos, era porque regresar a Arequipa, en cuestión de segundos me llenó de esperanza de que todo volvería a estar bien, un pequeño presentimiento me lo dijo, una intuición que había perdido al abandonar a mi familia por mis problemas personales, por ser muy egoísta.
Terminamos de almorzar y en la tarde me encontré con Daniel, fuimos a visitar a mis tías que me saludaron con mucho cariño y también tuve que mentir diciendo que todo estaba bastante bien. Por suerte solo era un saludo casual, con Daniel fuimos al mismo café-bar de siempre a conversar.
-Terminé con Mónica.- dije en un ataque de sinceridad.- No sé si hice bien, pero me parece que está destrozada.
-¿Y tú cómo te sientes?- dijo Daniel, dándole un sorbo largo al irlandés.
Recordé que terminé de un modo abrupto, antes de viajar fui a su casa y le dijo que tenía algo importante que decirle. Salimos a un parque y se lo dije sin anestesia, las cosas no funcionaban, no valía la pena continuar porque yo estaba hecho un desastre emocional y no era el momento para tener que cargar con una relación. Lloró mucho y me pidió que no lo haga, porque ella me quería y que podemos superar todo juntos. Pero, no, Mónica, no iba dar mi brazo a torcer. Me dolió también, y sin embargo, era lo mejor.
-La verdad no lo sé, estoy tan acostumbrado a todo de ella, pero no es justo que yo sea tan… tan desgraciado.
-Dime, Gonzalo ¿Por qué fueron enamorados?
-Supongo que es lo que debíamos de ser, no sé, sin serlo ya lo éramos.
-No, Gonzalo, no tenías derecho. No la amas, no lo quieres lo necesario como para respetarla como se debe. Y mira lo que has hecho, no solo ella terminó mal.
No era la primera vez que me lo decían, Jorge me dijo lo mismo y hasta alguna amiga de Mónica también. Cambiamos de tema, ambos sabíamos que esa conversación no era lo principal. Sin duda, Daniel era el único primo con el que congeniaba de esa manera.
No nos quedamos hasta tarde como creíamos que lo haríamos, solo dos tazas y nos despedimos. Mis abuelos tenían una regla estricta con la hora de llegar a casa, tomar el té y dormir.
Como cada visita que hacía a Arequipa, siempre voy al Club Internacional a nadar un par de horas a la piscina. Entonces, como dormí temprano, me desperté temprano. Desayuné algo ligero con los abuelos, me alisté y al rato ya estaba camino rumbo al Club.
La recta de la calle Cuesta del Ángel bordea los dos parques que hay en Yanahuara, cruzando el colegio Champagnat, la pequeña Iglesia y, lógicamente, el famoso mirador de Yanahuara. El camino de la calle da a una bajada tosca que, después, mientras me voy perdiendo por esas callejuelas catetas, picanterías y las casas de sillar, da, de nuevo a otra bajada menos tosca esta vez que hace ver toda la imponencia de la casa de los Ricketts, esta es la última bajada para llegar a un paraíso de árboles esbeltos, viejos y frondosos casi toda la temporada, que dan la bienvenida al Club Internacional. La belleza de ese camino, podría resumir lo que es Arequipa, una ciudad elegante, criolla, mística y clásica. Pero con la personalidad de un paraíso abierto a cualquiera.
Entré al club y me dirigí a la piscina donde me esperaban unas horas de nadar y mucha vitalidad. Al abrir la puerta, una chica me miró y sonriendo dijo “Dale, pasa” entre coquetería y yo le pedí uqe, por favor, ella lo haga primero. Me agradeció sin perder la sonrisa y yo me contenté por esa simpatía que irradiaba.
Nadé dos horas, la piscina estaba casi vacía, lo cual, también, me daba la suficiente libertad para bucear de tanto en tanto y para cuando salí de la piscina, volví a ver a la chica de la puerta sentada en la tribuna central tomando una botella de agua. Me volvió a sonreír y me acerqué con un poco de miedo, me pareció reconocer que era mayor que yo.
-¿Y cómo te llamas?
-Galy ¿Y tú?
Y si algo sabía de ese viaje, es que Arequipa solo sería un punto de pasada, mi primer paradero a una aventura que la presentía, que sabía que me iba a llevar lo más lejos posible, y todo esto lo iba pensando una semana después, cuando me vi manejando la camioneta de Galy a ciento cincuenta kilómetros por hora, saliendo de Arequipa para darnos una escapada de fin de semana a Cuzco.
Tenía veintisiete años, una carrera de contabilidad que le daba el gusto de viajar continuamente y una forma tan adulta de ser que me sacaba de mis cabales, en definitiva, la vida que mis padres hubieran querido para mí y ella se reía exactamente de eso, de lo irónico que funcionaba mi vida en relación a la suya, porque ella estudió sin pensarlo tanto y terminó la carrera en un abrir y cerrar de ojos y ahora trabajaba, viviendo en aeropuertos y quizá pro eso trataba de escapar con un veinteañero primerizo que todo lo veía una escapada de las porquerías que le tocaba vivir.
Me parece saber por qué nos llevábamos tan bien, yo era el joven irresponsable y ella la mujer sensata por lo que yo recurría a ella para que, entre conversaciones, me devuelva los pies a la tierra y yo la divierta contándole mis historias.
Llegamos a un hotel cerca a la Plaza de Armas, dormimos juntos para recuperar horas de sueño y a las horas fuimos a almorzar a un restaurante. Existe un café bellísimo El Ayllu, la magia de tomar un café o alguna infusión en un lugar impecable, de esos que, cuando te sientas cerca a la ventana, ves un Cuzco rutinario, ese encanto de poder ver como Cuzco de desenvuelve por sí sola, su gente y los turistas transforman a la ciudad en una gama de tierra de viajeros donde no importa de dónde vengas, solo importa lo que deseas hacer.
No fuimos a Machu Picchu, ni museos, y menos a recorridos culturales ¿Para qué? Si ambos ya conocíamos ese Cuzco de portada de revista turística. Nosotros ya no queríamos conocer más, queríamos tener recuerdos impregnados en esa ciudad, nada más.
Por eso desde la primera noche, en el hotel nos alistamos para ir a alguna discoteca a bailar o a un bar a conversar, lo que fuera. Solo queríamos estar juntos, inmortalizar ese viaje como lo que era, la huida de dos locos, la huida de nuestros pasados. Todas las noches llegábamos al hotel ebrios al filo de la madrugada, muertos de risa a recostarnos en nuestra habitación matrimonial tres plazas y media, baño privado y servicio a la habitación las veinticuatro horas, cortesía de la empresa en que Galy trabajaba. Por su puesto, hacíamos el amor, sin dejar de reír, porque eso era nuestra relación, una locura de la que solo nos quedaba reírnos mientras duraba, antes de que el final, que tanto se acercaba, nos devolviera a la realidad de un solo golpe.
Nunca le pregunté si tenía enamorado o pareja, era la mejor forma de llevar las cosas. A veces ella se desaparecía por una hora o un poco más a hacer llamadas de trabajo y aunque dudaba, no la cuestionaba. Yo ya estaba soltero y en esos momentos llamaba a mi primo Daniel o al buen amigo Jorge, ambos eran versiones distintas de la consciencia de debería de tener y no tenía.
-¿Veintisiete años?- dijo Daniel, casi escandalizado.
-Lo sé, pero al estoy pasando bien.
-Bueno, ya ve como lo sobrellevas, pero solo ten en cuenta algo, A esa edad las mujeres buscando algo totalmente diferente a lo que tu buscas, créeme, ya no están para perder el tiempo.
Me quedé pensando unos segundos y di en que guardaba mucha lógica lo que me decía Daniel.
-Bueno – dije cambiando de tema- solo te llamaba para contarte que volveré a Arequipa en unos días, Lucié me dijo que puedo quedarme en la casa de ella y su enamorado. Te llamo en cuanto llegue.
-Disfrútalo mientras dure, maricón.- dijo y colgó. Yo solté una carcajada larga porque el vínculo entre mi primo y yo era un maltrato machista continuo donde el que se pica, obviamente, pierde.
Volví a pensar en lo que dijo, Galy no estaba para perder el tiempo y a pesar de eso, ella nunca me hizo sentir incómodo. Me sentía muy querido por ella y yo correspondía ese cariño. Se había comportado tan linda, ella, en cada momento, me despertaba con un beso en la mañana y saltaba a la ducha, cuando a mí me costaba despertarme, yo mismo me tenía que sobre exigir el despertarme para que no vea que era tan flojo, prendía la televisión y ponía hasta cinco alarmas consecutivas en el celular. Y luego ella llegaba, en toalla, con el cabello mojado a echarme gotitas en la cara “Ya levántate, dormilón” me decía muy cariñosa.
Organizaba el día como quería, yo iba a donde ella me decía que tenía que ir, simplemente me dejaba llevar por toda esa ola de energía.
Pero el último día fue diferente, a decir verdad, la última noche. No salimos a bailar o a perdernos entre los bares, saltando de uno a otro. Buscamos unos libros, almorzamos en el mismo hotel y caminamos juntos a esperar qué nos deparaba la tarde soleada de Cuzco. Para la noche llegamos abrazados con unas bolsas de compras y entramos a la habitación. Hicimos el amor más lento, más suave, una despedida perfecta. No dormimos en toda la noche y volvíamos a hacerlo una vez más y otra vez más, pero estas veces sin reír, como estábamos acostumbrados.
Antes de dormir la abracé, mientras me regalaba su espalda perfecta y fue que cometí el error más grande, hablar con mucha confianza a alguien que conocía apenas una semana.
-¿Está todo bien?- pregunté mientras mis manos rozaban su pecho desnudo.
-Sí, todo bien.
-Dime lo que desees, con confianza.
-Descansa, Gonzalo, mañana viajamos hasta Arequipa.
-Yo te diré lo que pienso.- Y empecé a irme de boca, como siempre yo, callaba cuando debía de decir y hablaba de más, mucho más, yéndome hasta el codo, cuando debería de estar bien callado. Lógico, solo tenía un paradero fijo el que siga hablando, arruinar todo. – A lo mejor tú buscas otra cosa, otro tipo de compromiso que yo no te puedo dar, tú sabes, a los veintisiete hasta yo tendría otro enfoque de lo que busco en una relación – para colmo, tenía que mentir y hacer algo de trabajo altruista poniéndome en su posición para hacerme el comprensible.- verás, eres una mujer increíble y tú mereces algo mejor que un chico que no sabe bien lo que hace escapando de todo lo que lo aturde. Te lo digo porque es posible que encuentres a alguien y yo no quiero ser un freno para ti. Solo quiero que sepas que también quiero que seas feliz- pensándolo bien, nunca fui tan buen actor como siempre creí que era.
Esperaba la compasión, como si por arte de magia Galy se abriera por completo y entienda que siendo más joven que ella, solo eso significaba una aventurilla. Pero siendo más lógico, Galy tenía veintisiete, era obvio que sabía lo que éramos y no iba a ponerse a discutir con un niño lo que ella ya tenía que saber a esa edad. No era un compromiso, naturalmente, yo lo sabía, pero a lo mejor no estaba seguro de que ella lo entendiera así, es por eso que lo hice, para cerciorarme de que todo esté bajo control. Pero el tiro salió por la culata por no saber que ella también entendía y ponerme a dar explicaciones que estaba tan acostumbrado a dar a chicas de mi edad que eran todo lo opuesto a esta mujer hecha y derecha que tenía en frente mío.
-Gonzalo, no hables más, solo duerme.- me calló y yo, entre sorprendido y sin entender, volví a mi almohada comprendiendo todo eso que debí de comprender antes de abrir la boca.
Como era de esperarse, el regreso a Arequipa fue un infierno de silencio que duró, cuento menos, doce horas. Galy no me miró a los ojos ni siquiera cuando paramos a comer.
Llegamos a Arequipa y estacioné la camioneta en la casa de Lucié, mi hermana por el primer matrimonio de mi papá, quise decir algo porque sentí que ya nada podía estar peor. Pero, lo pensé bien y entendí que era mejor solo despedirme como nos dijimos adiós en aquella piscina que nos conocimos, besándonos en la ducha de mujeres, diciéndome “llámame”.
Nunca más la volví a ver.


abril 02, 2013

Alegrías, nunca más

14


Pero ¿Qué es lo que había pasado, exactamente, entre Mónica y Alejandro? Yo solo había escuchado rumores. Pero fue Mónica quién me dijo la verdad.
Una mañana me desperté sudando frio, asustado y temblando. Debieron de haber sido las cinco o seis de la mañana y sentí que había tenido el sueño más real.
Estaba caminando de la mano con Mónica ¿En Barranco? ¿Acaso Miraflores? ¿Por La Molina? Las calles se confundían unas con otras y de momentos todo estaba salpicado por espasmos, risas ligeras que se confundían con rumores que no lograba identificar. Me preguntaba si todo estaba rondando en el ambiente o todo sucedía dentro de mi cabeza. Estaba realmente confundido.
Mónica, a mi costado, caminaba cabizbaja, en silencio mientras yo miraba a un lado y otro, buscando el origen de las vibraciones que sucumbían mi cabeza. Nunca la había notado tan triste.
Entonces me mira fijo y está llorando ¿Por qué? No entendía nada y me abraza con fuerza, el barullo general sigue incomodándome como un vértigo continuo que debo soportar. Quiero decirle algo a Mónica, que todo va a estar bien, que yo la voy a cuidar porque la noto muy débil. Quiero abrazarla y acogerla en mi pecho hasta que se calme. Pero no puedo, no puedo articular nada. Existe un divorcio entre mi cuerpo y mi mente, una autonomía indiferente y solo soy un espectador en primera persona de aquel cuerpo que, empiezo a entender, no me pertenece.
-Lo extraño- Ha dicho Mónica.
-Olvídate de él, ya debe de estar con otra- Digo riendo y me desespero, porque, en definitiva, yo no diría eso, ni en el peor de lo casos.
¿Qué clase de desgraciado sería capaz de decir esto que acabo de pronunciar contra mi voluntad? Y ahora me acerco a Mónica y ella me mira. Estamos muy de cerca y percibo la mirada crítica que se mezcla con el tono tosco del entorno, sobre exigido.
Y la estoy besando, y ella me besa con fuerza, entre sus lágrimas que no dejan de caer, su legua se sumerge en mi boca que la recibe y también la acaricio con mi propia lengua. La tomo de la cintura para seguir besándola con más fuerza y la llevo a la pared y ella se deja llevar. Sí, Mónica, pienso, yo voy a estar a tu lado y velar por tu seguridad. Porque eres mi enamorada y yo me voy a encargar de ti. No llores, por favor.
Un gato negro pasa y nos separamos. No vuelve a mirarme y veo una ventana en la que puedo lograr reconocerme. Me toma un par de segundos salir de la perplejidad de la escena que veo. Soy Alejandro, sonriendo, sonriendo sin parar. Y entiendo que esa sonrisa que veo en el reflejo es la misma sonrisa que esbozaría Alejandro al saber que había cobrado su vil venganza.
Me desperté sudando frio y no volví a conciliar el sueño. Era tan temprano que sabía que no podría llamar a Mónica porque lo único que debía de hacer en ese caso era sacarme la duda de una vez por todas. Porque todo parece lógico, Alejandro solo sería capaz de una sola cosa cuando vio a María Fernanda besándome en la banqueta de Barranco. Cobrar venganza.
Y sería fácil de adivinar su blanco, la estocada letal. Mónica era mi único punto débil, y no asumo la debilidad en parte mía, sino que, estoy seguro, Alejandro entendería la debilidad como Mónica y su facilidad para caer rendida en lo labio de cualquier otro.
No me extrañaba que Alejandro en algún momento haría eso, hasta lo sentía lo más natural por todo lo que fue haciendo a lo largo de nuestra amistad. Las cosas que le contó a Eliana cuando rompimos y las mentiras que inventó a Rosa para que nuestra relación acabara.
Lo conocí en el colegio, era el más majadero del salón, nunca estaba tranquilo y nos hicimos buenos amigos por esa facilidad que tengo de atraer a las malas amistades. Aunque nuestra amistad iba a ser inevitable, la tutora apresuró el vínculo sentándolo a mi costado y en la última fila. Desde entonces, éramos los francotiradores desde esa posición, planeábamos cada desmadre que de tan solo pensar en las consecuencias nos doblábamos de la risa. Ya era la primera semana a mi costado y ya teníamos los nuevos apodos a cada profesor. Siempre éramos así, llegábamos bien peinaditos al colegio en primero de secundaria y a los tres minutos de habernos marcado la asistencia en la agenda (si es que no llegábamos tarde) la camisa afuera, el cabello revuelto, colorados de la risa y con las pupilas dilatas, extasiados de haber hecho dibujos terribles en las carpetas, en los baños de mujeres o varones, no teníamos límites.
Destrozamos mochilas de compañeros, hicimos resbalar a un profesor, robamos dulces de Doña Emilia la encargada del quiosco, le pegamos chicle al cabello de una amiga, jugábamos a quién escupía más lejos y con mayor acierto. Él era el campeón, era capaz de mandar un gargajo en el ojo a tres metros, lo digo porque lo demostró cuando el sobón de Orlando quería acusarnos por haberle metido su mochila en el inodoro y tirar de la cadena. Alejandro lo miró y blanco exacto.
Ya en cuarto de secundaria nos escapábamos a fumar a Miraflores, a escondidas porque nuestras caras aparentaban menor edad a la que en realidad teníamos. A veces él llamaba a algunas amigas que nos acompañaban y entre bromas y bromas armábamos parejitas de fin de semana. Así éramos, muy unidos, se encargó de presentarme a todas sus amigas para elegir con quien saldría y con quién no. Y, en el salón, donde a pesar de que no nos sentaron juntos, ni atrás. Sacamos a Orlando a patadas y lo mandamos a primera filar para sentarnos juntos pegado a la ventana hablando de chicas.
Semanas antes de acabar el colegio, ya nos tranquilizamos y yo estuve con enamorada, que por cierto él se encargó de presentármela y para hacer parejitas, como de costumbre, él se buscó a una chica para ser un cuarteto con el que andaríamos juntos todo el verano antes de entrar a la universidad.
Fue el mejor verano de mi vida, desde el año nuevo hasta el inicio de clases, estaba al lado de mi novia de arriba abajo, Alejandro era un poco más informal, pero con Mili nos acompañaban a Miraflores a tomar un café, a caminar por el malecón, ir al cine o matar el rato a los videojuegos. Y cuando dejábamos a las chicas a sus casas, íbamos al billar que frecuentábamos desde que estábamos en cuarto de secundaria. Pedíamos unas cervezas y jugábamos tranquilos, sin las ganas de alocarnos como cuando estábamos en el colegio, donde ya se nos hubiera ocurrido ir a buscar a Andrea que vivía cerca al billar y que la saque a su prima también para hacer parejitas como en los buenos tiempos. No, ya no, ahora solo disfrutábamos del calor nocturno del verano limeño,  que nos dejaba caminar fumando con sandalias, bermudas y polos con cuello abierto.
Pensándolo bien, creo que Alejandro era mi extensión de personalidad, yo sabía que él era capaz de hacer más locuras, no por mandado, puede que por llamar la atención, pero porque simplemente era un desvergonzado. Y mi mente se llenaba de cada idea realmente macabra que contársela a Alejandro para que ponga en marcha todo, era sentirme tranquilo de expresar todo lo que ideaba mi cabeza degenerada. Entonces éramos la pareja perfecta, el autor intelectual y el criminal.
No faltaron las chicas a las que, ambos, les robamos besos a la volada y en vez de amargarnos el uno con el otro, nos reímos porque nos sentíamos lo suficientemente hermanos como para hacernos problemas. Incluso en una fiesta en mi casa, mientras abordaba a una chica en mi habitación, pensé en que a Alejandro, quizá, le faltaba preservativos, abrí mi cajón, saqué un preservativo y fui a la otra habitación donde lo encontré desnudando a una chica. Me miró y me dijo que no lo jodiera, carajo, que si necesitaba hablar con él, lo podríamos hacer en otro momento. La desconocida ni se inmutó y yo no pedí perdón, le tiré el preservativo a Alejandro y le dije “Por si las moscas.” Cerré la puerta y escuché un gracias a lo lejos y yo volví a lo mio en con esa chica en mi habitación. A la mañana siguiente despertamos en mi sala, viendo televisión fumando marihuana con las desconocidas que, por cierto, nunca más volvimos a saber de ellas.
Pero si algo debo de haberme dado cuenta y dejar pasar por alto, es que en el fondo, siempre sentí un poco de envidia de su parte. Era en las épocas en que tenía una familia muy funcional, se sentía un buen clima hogareño, tenía una novia que era amada por mis padres, estaba en una universidad importante, hasta había sacado licencia de conducir y algunas veces me daban el carro. En su casa también me quería su mamá, su papá un par de veces nos dio el Tercel blanco que lo bautizamos como “El parrandero” lo íbamos a correr al sur y yo batía mis records de velocidad, algo a lo que él no se atrevía.
Las chicas se acercaban con un poco más de confianza porque se me hacía fácil pintar un mundo de colores en cinco minutos y de hecho, la tarde que conocimos a un grupo de amigas de Alejandro, yo me pasé toda la tarde y noche rodeado de esas tres chicas que me escuchaban, hipnotizadas, de lo que hablaba.  En una borrachera de perros que nos dimos en su casa, después de regresar del burdel, me miró un poco amargo y me dijo que yo tenía algo que él no podía, yo sabía enamorar y que el solo sabía coquetear.  Y era cierto.
Mónica me mandó un mensaje de buenos días y la llamé al instante.
-Buenos días, amor ¿Cómo estás?
-Lo sé todo, no me vengas con estupideces y dime lo que pasó con Alejandro.
Me costó dos horas seguidas de un bombardeo de patrañas que inventé para que ella lo aceptara. Me estaba jugándolas todas, a lo mejor me equivocaba, pero mi instinto me decía que no estaba errando y era el mismo instinto el que Alejandro tenía para sospechar cuando muchas veces, yo era más desenfrenado que él.
Después de esa guerra de mentiras y artificios para que Mónica diga la verdad, por fin lo confesó.
Colgué el teléfono y lo tiré contra la pared y vi como estallaba mientras unas lágrimas volvían a salir una vez más. Me tiré en mi cama y empecé a llorar con todas mis fuerzas, no tenía noción ni del tiempo, ni del espacio, solo lloraba porque era lo que se suponía que debía de hacer, no solo por Mónica, me preguntaba si yo también era el culpable de que papá se haya ido de la casa, si yo alejé a mi mamá, si yo era el culpable de que mi hermana se sienta tan mal por la separación. Pero lloraba, sobre todo porque me daba cuenta que mi hermana tenía a su enamorado, mi mamá a su hermana, ambas sabían a quién recurrir, pero ahora yo realmente estaba solo, perdido y sin saber qué hacer. Lloraba porque por primera vez sentía lo que es la soledad, porque a Jorge no le iba a contar todo, no ahora, suficiente con los problemas que él tenía que cargar.
No sé cuánto tiempo lloré, me amargué y cuánto tiempo me quedé dormido. Pero cuando me desperté solo atiné a una idea. Esto, todo esto,  debo de escribirlo, no para vengarme de nada ¿Acaso me vengaría contando mis porquerías y mis vergüenzas? Si no porque es un ajuste de cuentas conmigo mismo, porque me lo debo, porque ya era hora de sacarme esa máscara de tipo duro que me asienta tan bien y que no lo soy. Porque debería de entender que Mónica nunca me hizo sufrir por amor, o cualquier cosa parecida, si no porque me dio una punzada letal en el orgullo y después de las lagrimas que solté con tanta fuerza, con tanta gana, respiraba más hondo y más tranquilo, sentía una serenidad recorrer por mi cuerpo, desde el estómago hasta filtrarse por todo mi cuerpo y llegar a la cabeza.
Encendí mi computadora y empecé a escribir que nunca se me cruzó por la cabeza haber lidiado con el engaño y con toda la impotencia. Iba a contar desde la conversación que tuve con Jorge en ese bar y el regreso de Diana. Iba a contarlo sin alguna barrera, sin algún límite.
Y escribí, sin parar, hasta que dio la noche.