marzo 12, 2013

Alegrías, nunca más


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Sería muy tonto negarlo, pero Mónica me conoció en el mejor momento de mi vida.
La había conocido entre amigos de la universidad, entre cursos y cursos, entre cigarrillos que desfilaban, uno por uno, conversando en su facultad o en la mía ¿Fue Francesca la quién me la presentó? Ya no lo recuerdo, lo cierto es que nos llevábamos muy bien.
Algunas veces iba a mi casa a visitarme y salíamos a caminar, me gustaba cómo se sentaba a escuchar mis historias, cómo era tan simple soltar carcajadas tan sueltos, tan naturales.
Pero también debo de decir que algunas veces me sacaba de quicio sus raros caprichos y su detestable manerita de comportarse en ciertos momentos, de ser tan hueca, tan superficial… tan, realmente, estúpida.
Eran buenas épocas, siempre interesado en renovar mis lecturas, escuchar buena música y todo el tiempo estaba acompañado. Tenía enamorada, también, pero no estábamos en la misma órbita. Y el problema de Ximena, era el mismo de Mónica, pero exagerado. La superficialidad en su máxima expresión, la forma tan hueca de ser que, extrañamente, nunca terminó de gustarme. Sospecho que solo fue el cabello rubio de Ximena, la piel clara, lo fácil que fue engancharnos. Ximena.
Pero Mónica estaba ahí, tan dispuesta en cada momento.
Una noche me pidió estudiar juntos o a lo mejor yo se lo pedí, que es lo menos probable. No sé cómo, pero nos fuimos olvidando de los cursos, empezamos a hablar y terminamos besándonos en mi cama. La conciencia jugó conmigo a los pocos días cuando me di cuenta que eso nunca debió pasar, no solo porque su mejor amiga y yo estábamos en las mismas, si no porque Mónica era una buena amiga, y después de ese beso, ella no dejaría que las cosas vuelvan a ser como antes.  Porque todo el mundo me decía “Gonzalo, Mónica está muy interesada en ti, no le hagas ilusiones.” Y mi error más grande fue abrir la escotilla, alimentar esa ilusión casi enfermiza con un beso apasionado, recostados en la cama y leyéndole algunos versos de Neruda, cuando en lo último que pensaba era en empezar con algo que no tenía ni pies ni cabeza, ya suficiente tenía con Ximena y la amiga de Mónica.
-Gonzalo ¿Qué es lo que somos? – Me dijo una noche Mónica.
Pensé en lo que Jorge siempre me decía, cuando una mujer pregunta cuál es su posición en lo que va sucediendo, es la última oportunidad para formalizar todo o acabar con todo, son dos caminos antagónicos. Lo raro es que yo acabé con todo y rompiendo la teoría, las cosas siguieron igual.
Y en verdad, en aquel momento, hablar de sentimientos conmigo, era como hacerlo contra la pared.
Llegó el verano, ella viajó a Miami y ni siquiera me inmuté, estaba tan ocupado en asistir al trabajo, en gastar mi sueldo con amigos, comprar libros y salir todas las noches que pueda de las vacaciones.
Los días soleados de Lima avanzaban, terminé con Ximena, vi a Natalia, mi ex, nos besamos en el bar. Salí con Mariagrazia a jugar billar, a conversar perdiéndonos por las calles de La Molina, la besé en la puerta de su casa. Grecia, una amiga de un par de años, apareció al estar buscando compañía tras terminar con su enamorado, salimos a comer en parejas, la besé saliendo del restaurant. No faltaron las fiestas en casa, las discotecas lejos del sur, donde la gente se aglomeraba a divertirse bajo el sol, algo que realmente no terminaba por convencerme.
Es por eso que, para cuando Mónica había regresado de Miami, noté que no había extrañado nada de ella, estaba tan ocupado cumpliendo con una agenda social que cuando volvimos a salir, fue una cita más que tachar en dicha agenda.
Las clases volvieron y ¡Vaya coincidencia! Debía de llevar un curso más con Mónica.
Pero lo mejor llegaba en ese momento, nos volvimos más amigos que de costumbre, empezamos a ir a las mismas fiestas y/o reuniones y más que ser la parejita que no se compromete del grupo, pasábamos desapercibidos como dos buenos amigos. No es que ella haya ocultado a todo el mundo que no éramos nada, por el contrario, Mónica era la mujer que marca terreno de forma prepotente, antes de que otra acechadora se acerque a olfatearme con raras intenciones que pusiera en peligro su posición frente a mí, porque si bien no teníamos el título de enamorados, tampoco ella iba a dejar que ninguna extraña crea o sienta que solo éramos amigos.
Yo también me había acostumbrado a responder lo mismo de siempre, decía que efectivamente, no éramos solo amigos, pero tampoco sosteníamos una relación, estábamos en ese momento previo, en la tierra de nadie. Lo que no esperaba, es que los beneficios que yo tenía a favor de mi independencia, ella también los tenía, y no sospechaba que ella me iba hacer pagar una por una de las cosas que yo hacía.
“¿Quién los entiende?” Nos decían las amigas en tono burlón y, no se equivocaban, ¿Quién nos iba a entender? Cuando estábamos solo todo era genial, yo la quería, yo la adoraba y pasar tiempo con ella era lo mejor que me podía pasar. Me encantaba ver televisión juntos, comer mirando una película, quedarnos dormidos en el sofá y en la noche compartir los cigarros al ritmo de Joaquín Sabina, Fito Páez, Andrés Calamaro o Charly García. Éramos dueños de nuestro propio mundito que ambos llegamos a conocer. Pensándolo bien, Mónica era la mejor amiga, la mejor compañera que había encontrado y yo lo echaba a perder todo con mi mala actitud, con mi fascinación por estar solo, por no tener alguien que me aceche a cada rato, preguntándome qué es lo que estaba haciendo fuera de mi casa a tales horas de la noche, que me digan con quienes debería de juntarme o con quienes no. Pues si bien una relación no necesariamente debe ser una lista de reproches y cuentas por rendir al momento que se deba de pedir, con Mónica, con lo bien que me conocía, iba a terminar siendo eso.
¡Qué mala actitud que tenía! Y yo era capaz de dormir como un bebé con la consciencia tranquila, tragándome todas las porquerías que ocultaba bien.
Un año lectivo universitario pasó de forma tan rápida, que me sorprendió cuando me di cuenta que estaba al borde de reprobar un par de cursos, y de hecho, los reprobé.
Llegó un verano más y en una fiesta fuera de Lima, a esas de las que sería incapaz de asistir, conocería a Diana, la mujer y el gran encuentro en esos momentos. Y Mónica encontraría a mi verdugo, mi mejor amigos y la fugaz relación que tuvieron, sería la que desataría, en mí, las múltiples sensaciones que me destrozarían por completo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me parece leer ''nuestra historia''... Y está buena.

La que NO existe, Monica :)