abril 02, 2013

Alegrías, nunca más

14


Pero ¿Qué es lo que había pasado, exactamente, entre Mónica y Alejandro? Yo solo había escuchado rumores. Pero fue Mónica quién me dijo la verdad.
Una mañana me desperté sudando frio, asustado y temblando. Debieron de haber sido las cinco o seis de la mañana y sentí que había tenido el sueño más real.
Estaba caminando de la mano con Mónica ¿En Barranco? ¿Acaso Miraflores? ¿Por La Molina? Las calles se confundían unas con otras y de momentos todo estaba salpicado por espasmos, risas ligeras que se confundían con rumores que no lograba identificar. Me preguntaba si todo estaba rondando en el ambiente o todo sucedía dentro de mi cabeza. Estaba realmente confundido.
Mónica, a mi costado, caminaba cabizbaja, en silencio mientras yo miraba a un lado y otro, buscando el origen de las vibraciones que sucumbían mi cabeza. Nunca la había notado tan triste.
Entonces me mira fijo y está llorando ¿Por qué? No entendía nada y me abraza con fuerza, el barullo general sigue incomodándome como un vértigo continuo que debo soportar. Quiero decirle algo a Mónica, que todo va a estar bien, que yo la voy a cuidar porque la noto muy débil. Quiero abrazarla y acogerla en mi pecho hasta que se calme. Pero no puedo, no puedo articular nada. Existe un divorcio entre mi cuerpo y mi mente, una autonomía indiferente y solo soy un espectador en primera persona de aquel cuerpo que, empiezo a entender, no me pertenece.
-Lo extraño- Ha dicho Mónica.
-Olvídate de él, ya debe de estar con otra- Digo riendo y me desespero, porque, en definitiva, yo no diría eso, ni en el peor de lo casos.
¿Qué clase de desgraciado sería capaz de decir esto que acabo de pronunciar contra mi voluntad? Y ahora me acerco a Mónica y ella me mira. Estamos muy de cerca y percibo la mirada crítica que se mezcla con el tono tosco del entorno, sobre exigido.
Y la estoy besando, y ella me besa con fuerza, entre sus lágrimas que no dejan de caer, su legua se sumerge en mi boca que la recibe y también la acaricio con mi propia lengua. La tomo de la cintura para seguir besándola con más fuerza y la llevo a la pared y ella se deja llevar. Sí, Mónica, pienso, yo voy a estar a tu lado y velar por tu seguridad. Porque eres mi enamorada y yo me voy a encargar de ti. No llores, por favor.
Un gato negro pasa y nos separamos. No vuelve a mirarme y veo una ventana en la que puedo lograr reconocerme. Me toma un par de segundos salir de la perplejidad de la escena que veo. Soy Alejandro, sonriendo, sonriendo sin parar. Y entiendo que esa sonrisa que veo en el reflejo es la misma sonrisa que esbozaría Alejandro al saber que había cobrado su vil venganza.
Me desperté sudando frio y no volví a conciliar el sueño. Era tan temprano que sabía que no podría llamar a Mónica porque lo único que debía de hacer en ese caso era sacarme la duda de una vez por todas. Porque todo parece lógico, Alejandro solo sería capaz de una sola cosa cuando vio a María Fernanda besándome en la banqueta de Barranco. Cobrar venganza.
Y sería fácil de adivinar su blanco, la estocada letal. Mónica era mi único punto débil, y no asumo la debilidad en parte mía, sino que, estoy seguro, Alejandro entendería la debilidad como Mónica y su facilidad para caer rendida en lo labio de cualquier otro.
No me extrañaba que Alejandro en algún momento haría eso, hasta lo sentía lo más natural por todo lo que fue haciendo a lo largo de nuestra amistad. Las cosas que le contó a Eliana cuando rompimos y las mentiras que inventó a Rosa para que nuestra relación acabara.
Lo conocí en el colegio, era el más majadero del salón, nunca estaba tranquilo y nos hicimos buenos amigos por esa facilidad que tengo de atraer a las malas amistades. Aunque nuestra amistad iba a ser inevitable, la tutora apresuró el vínculo sentándolo a mi costado y en la última fila. Desde entonces, éramos los francotiradores desde esa posición, planeábamos cada desmadre que de tan solo pensar en las consecuencias nos doblábamos de la risa. Ya era la primera semana a mi costado y ya teníamos los nuevos apodos a cada profesor. Siempre éramos así, llegábamos bien peinaditos al colegio en primero de secundaria y a los tres minutos de habernos marcado la asistencia en la agenda (si es que no llegábamos tarde) la camisa afuera, el cabello revuelto, colorados de la risa y con las pupilas dilatas, extasiados de haber hecho dibujos terribles en las carpetas, en los baños de mujeres o varones, no teníamos límites.
Destrozamos mochilas de compañeros, hicimos resbalar a un profesor, robamos dulces de Doña Emilia la encargada del quiosco, le pegamos chicle al cabello de una amiga, jugábamos a quién escupía más lejos y con mayor acierto. Él era el campeón, era capaz de mandar un gargajo en el ojo a tres metros, lo digo porque lo demostró cuando el sobón de Orlando quería acusarnos por haberle metido su mochila en el inodoro y tirar de la cadena. Alejandro lo miró y blanco exacto.
Ya en cuarto de secundaria nos escapábamos a fumar a Miraflores, a escondidas porque nuestras caras aparentaban menor edad a la que en realidad teníamos. A veces él llamaba a algunas amigas que nos acompañaban y entre bromas y bromas armábamos parejitas de fin de semana. Así éramos, muy unidos, se encargó de presentarme a todas sus amigas para elegir con quien saldría y con quién no. Y, en el salón, donde a pesar de que no nos sentaron juntos, ni atrás. Sacamos a Orlando a patadas y lo mandamos a primera filar para sentarnos juntos pegado a la ventana hablando de chicas.
Semanas antes de acabar el colegio, ya nos tranquilizamos y yo estuve con enamorada, que por cierto él se encargó de presentármela y para hacer parejitas, como de costumbre, él se buscó a una chica para ser un cuarteto con el que andaríamos juntos todo el verano antes de entrar a la universidad.
Fue el mejor verano de mi vida, desde el año nuevo hasta el inicio de clases, estaba al lado de mi novia de arriba abajo, Alejandro era un poco más informal, pero con Mili nos acompañaban a Miraflores a tomar un café, a caminar por el malecón, ir al cine o matar el rato a los videojuegos. Y cuando dejábamos a las chicas a sus casas, íbamos al billar que frecuentábamos desde que estábamos en cuarto de secundaria. Pedíamos unas cervezas y jugábamos tranquilos, sin las ganas de alocarnos como cuando estábamos en el colegio, donde ya se nos hubiera ocurrido ir a buscar a Andrea que vivía cerca al billar y que la saque a su prima también para hacer parejitas como en los buenos tiempos. No, ya no, ahora solo disfrutábamos del calor nocturno del verano limeño,  que nos dejaba caminar fumando con sandalias, bermudas y polos con cuello abierto.
Pensándolo bien, creo que Alejandro era mi extensión de personalidad, yo sabía que él era capaz de hacer más locuras, no por mandado, puede que por llamar la atención, pero porque simplemente era un desvergonzado. Y mi mente se llenaba de cada idea realmente macabra que contársela a Alejandro para que ponga en marcha todo, era sentirme tranquilo de expresar todo lo que ideaba mi cabeza degenerada. Entonces éramos la pareja perfecta, el autor intelectual y el criminal.
No faltaron las chicas a las que, ambos, les robamos besos a la volada y en vez de amargarnos el uno con el otro, nos reímos porque nos sentíamos lo suficientemente hermanos como para hacernos problemas. Incluso en una fiesta en mi casa, mientras abordaba a una chica en mi habitación, pensé en que a Alejandro, quizá, le faltaba preservativos, abrí mi cajón, saqué un preservativo y fui a la otra habitación donde lo encontré desnudando a una chica. Me miró y me dijo que no lo jodiera, carajo, que si necesitaba hablar con él, lo podríamos hacer en otro momento. La desconocida ni se inmutó y yo no pedí perdón, le tiré el preservativo a Alejandro y le dije “Por si las moscas.” Cerré la puerta y escuché un gracias a lo lejos y yo volví a lo mio en con esa chica en mi habitación. A la mañana siguiente despertamos en mi sala, viendo televisión fumando marihuana con las desconocidas que, por cierto, nunca más volvimos a saber de ellas.
Pero si algo debo de haberme dado cuenta y dejar pasar por alto, es que en el fondo, siempre sentí un poco de envidia de su parte. Era en las épocas en que tenía una familia muy funcional, se sentía un buen clima hogareño, tenía una novia que era amada por mis padres, estaba en una universidad importante, hasta había sacado licencia de conducir y algunas veces me daban el carro. En su casa también me quería su mamá, su papá un par de veces nos dio el Tercel blanco que lo bautizamos como “El parrandero” lo íbamos a correr al sur y yo batía mis records de velocidad, algo a lo que él no se atrevía.
Las chicas se acercaban con un poco más de confianza porque se me hacía fácil pintar un mundo de colores en cinco minutos y de hecho, la tarde que conocimos a un grupo de amigas de Alejandro, yo me pasé toda la tarde y noche rodeado de esas tres chicas que me escuchaban, hipnotizadas, de lo que hablaba.  En una borrachera de perros que nos dimos en su casa, después de regresar del burdel, me miró un poco amargo y me dijo que yo tenía algo que él no podía, yo sabía enamorar y que el solo sabía coquetear.  Y era cierto.
Mónica me mandó un mensaje de buenos días y la llamé al instante.
-Buenos días, amor ¿Cómo estás?
-Lo sé todo, no me vengas con estupideces y dime lo que pasó con Alejandro.
Me costó dos horas seguidas de un bombardeo de patrañas que inventé para que ella lo aceptara. Me estaba jugándolas todas, a lo mejor me equivocaba, pero mi instinto me decía que no estaba errando y era el mismo instinto el que Alejandro tenía para sospechar cuando muchas veces, yo era más desenfrenado que él.
Después de esa guerra de mentiras y artificios para que Mónica diga la verdad, por fin lo confesó.
Colgué el teléfono y lo tiré contra la pared y vi como estallaba mientras unas lágrimas volvían a salir una vez más. Me tiré en mi cama y empecé a llorar con todas mis fuerzas, no tenía noción ni del tiempo, ni del espacio, solo lloraba porque era lo que se suponía que debía de hacer, no solo por Mónica, me preguntaba si yo también era el culpable de que papá se haya ido de la casa, si yo alejé a mi mamá, si yo era el culpable de que mi hermana se sienta tan mal por la separación. Pero lloraba, sobre todo porque me daba cuenta que mi hermana tenía a su enamorado, mi mamá a su hermana, ambas sabían a quién recurrir, pero ahora yo realmente estaba solo, perdido y sin saber qué hacer. Lloraba porque por primera vez sentía lo que es la soledad, porque a Jorge no le iba a contar todo, no ahora, suficiente con los problemas que él tenía que cargar.
No sé cuánto tiempo lloré, me amargué y cuánto tiempo me quedé dormido. Pero cuando me desperté solo atiné a una idea. Esto, todo esto,  debo de escribirlo, no para vengarme de nada ¿Acaso me vengaría contando mis porquerías y mis vergüenzas? Si no porque es un ajuste de cuentas conmigo mismo, porque me lo debo, porque ya era hora de sacarme esa máscara de tipo duro que me asienta tan bien y que no lo soy. Porque debería de entender que Mónica nunca me hizo sufrir por amor, o cualquier cosa parecida, si no porque me dio una punzada letal en el orgullo y después de las lagrimas que solté con tanta fuerza, con tanta gana, respiraba más hondo y más tranquilo, sentía una serenidad recorrer por mi cuerpo, desde el estómago hasta filtrarse por todo mi cuerpo y llegar a la cabeza.
Encendí mi computadora y empecé a escribir que nunca se me cruzó por la cabeza haber lidiado con el engaño y con toda la impotencia. Iba a contar desde la conversación que tuve con Jorge en ese bar y el regreso de Diana. Iba a contarlo sin alguna barrera, sin algún límite.
Y escribí, sin parar, hasta que dio la noche. 

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