Hace algunos años, por estas épocas más o menos, empecé a escribir, inconscientemente, una novela.
El último sábado fui al nuevo departamento de Juan Manuel, a estrenarlo junto a unos amigos con un par de rones y una promesa de buena música el resto de la noche, No se debe de negar que me gustan las buenas compañías, los amigos con los que comparto más de un brindis, sino, también, una buena conversación y el buen gusto por la música.
Ya debió de haber amanecido cuando Juan Manuel me preguntó de qué trataba mi novela. No lo dije, pero hablar de esa novela, de ese personaje, Gonzalo, que aún me deja dudas pendientes y de ese título que me da escalofríos repetirlo en mi mente, me hace sentir ajeno a esa época en la que escribía como si no hubiera otra cosa que hacer. Pero bueno, respondí lo que pude a duras penas.
Empecé a escribirla una mañana cruda del típico invierno en el 2011, en la biblioteca de la Facultad de Humanidades y me eché cuatro capítulos en un solo golpe, escritos con una violenta excitación, en un estado de ardiente adrenalina y una ferocidad que me dejó en claro que aquella historia debía de continuar y la idea, el concepto de la historia, no me parecía tan mala: Gonzalo, un chico al que el mundo le ha fallado, la novia, el mejor amigo, la familia, entra en un caos profundo y personal que no le da otra alternativa que destruirse todas las noches para tratar de olvidar las desgracias y los recuerdos que tiene frescos en la mente. Dos personas, Diana y Violeta, el antagonismo personificado en su existencia, quieren ayudarlo. Sin embargo, una de ellas, su primer amor, le ayudará a devolverle la vida y recobrar la esperanza de una forma imprevista. Entonces empezó el vicio.
No voy a negar que la historia tiene algo de realidad, pero tampoco debo de negar que tiene mucho de ficción. La teoría vargasllosiana dice que las novelas tienen una experiencia personal como un punto de partida y luego empieza el striptease invertido.
“Escribir novelas sería equivalente a lo que hace la profesional que, ante un auditorio, se despoja de sus ropas y muestra su cuerpo desnudo. El novelista ejecutaría la operación en sentido contrario. En la elaboración de la novela, iría vistiendo, disimulando bajo espesas y multicolores prendas forjadas por su imaginación aquella desnudez inicial, punto de partida del espectáculo. Este proceso es tan complejo y minucioso que, muchas veces, ni el propio autor es capaz de identificar en el producto terminado esa exuberante demostración de su capacidad para inventar personas y mundos imaginarios, aquellas imágenes agazapadas en su memoria – impuestas por la vida – que activaron su fantasía, alentaron su voluntad y lo indujeron a pergeñar aquella historia.”
Cartas a un joven novelista, Mario Vargas Llosa
Terminé mi ópera prima la primavera del 2013 mirando cómo amanecía desde mi habitación, con mucha tristeza y alegría, ese sentimiento encontrado que sólo te da el finalizar una novela, el despojarte de tu propio tesoro. Y entre nostalgia, me veía empezando a escribirla, toda la odisea que fue encontrar los caminos necesarios para darle sentido concreto a mi historia y me eché a dormir destrozando por todo el trabajo que me costó finalizarla.
Hoy, un año después de haber concluido mi primer trabajo como novelista, mientras escucho Do I wanna know? de Arctic Monkeys, siento que haber escrito esa novela, es como haber cometido un crimen y siento, otra vez, los escalofríos, los nervios de punta y las insaciables ganas de regresar en el tiempo, sentarme en la biblioteca y escribir desaforadamente perdiendo la noción del tiempo y del espacio.
Supongo que es lo que sienten las mujeres después de dar a luz, una depresión, un vacío de que algo que pertenece a uno, ya no está y aunque tengo planeado escribir otra novela, “Alegrías, nunca más” se ha ido y no creo volver a estar tranquilo hasta no volver a empezar a escribir sabiendo que una historia me robará meses, quizá años y también me robará la obsesión y la obstinación que sentí el invierno del 2011.
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